11 el poemario de Atardecer 11

El quinde solitario larga sus piruetas de altura.
Voces de alcohol y de domingo ruedan los
maizales.
Nuevamente el alma gris del poniente se agolpa a
los chozones.
Remontando tras las corvas hondísimas de monte,
el pueblecillo, blanco de campanario, y pequeñísimo
de vida recogida, renombra en el eco lejano al gallo
madrugador que eleva, cual arco iris perdido, su
canción de campo.
Bestias de vida anchurosa y lozana, rumian al
verdor perezoso.
El sol platea su lumbre tarda en la cañada.
La sombra larga se dilata en la pendiente
por Cayambe
Celaje turbio dorado en lo profundo, como telón
corrido que esconde el escenario malva. En las
concavidades gualdas de la noche nueva, fiesta de
oro y fuego faenan los orfebres del ocaso.
Parece que la nube detiene el desborde de la hora.
Del nido del poniente nacen en vuelo bronce
oleadas de atardecer.
El día va terminando sus andamiajes de sombras
en silencio, sus fulgores sin rumbo
Manto de rosa tibio, en seda y lejanía, va
pincelando la armonía de la nube.
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El invierno parece descansar sus lágrimas frías, y
deja ver, a rasgos, densidades de azul mansísimo.
Dulcedumbres de hogar alegran el recogimiento de
la tarde, bajo los techos guardores del amor.
La novia se acongoja amantando en su pecho de
hilachas indias, una perra cría y quejosa en músicas
de ternura, surgidas del algodón pardo que guarda
dos ojos casi ciegos, ojos que inician su intenso viaje
de memoria en la vida de sus pasos.