11 el poemario de Atardecer 11

El sauce que acongojaría con su queja de hojas un
delirio de infancia, ha desplomado en el eco y en la
sombra de sus ramas que fugaron, la querencia negra
y mustia de su tronco tendido.
El tiempo ha quedado hecho recuerdo apenas,
como este árbol solitario alberga en su pena un
recogimiento de sí mismo tan lúgubre como su
quietud.
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La luna vaga por las nubes que el día dejó
titilando aún el colorido tenue de sus entrañas de
viento, cuando mendigan aún perfiles de luz,
amantando sobre el monte negro que calla su corva
de mundo dormido, y acaricia en su ceguera nieblas
de lumbre de estrella.
Allá, en el valle que dejé tranquilo, los ganzos
persiguen en su senda quieta, al deslizarse, sus
figuras de onda, entornadas, pluma a pluma.
El árbol, rendido al rayo del véspero, parece
desplomar su sombra gris, al paso soñoliento de la
nube blanca.
Un nido irisado la va guiando en su instante
viajero por el azul obscuro cuando blanquea
intensamente la neblina garza.
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Estáte con tu alma tarde mía.
Y estése la noche con la calma suya
que yo reposaré mi cabeza adolorida de vidas
nuevas, en tu seno virgen de pena, de melancolía y
destino, mientras deshojas en la nube toda tu
querencia de malvas, una a una, en un sinfin de
color e inmensidad.
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La refulgencia se viste de tul, y el monte blanquea
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su castidad de nieve, mientras el fuego del ocaso le
amanta de mensaje, con la palma torva de su mano