11 el poemario de Atardecer 11

El pájaro negro, encalmado al ramaje ya sin hojas,
remira, sabiamente, esta hermandad de distancias.
Azulado virgen, un pardo humilde de trigo y
pajonal del campesino, el blancor de rodillas del
nevaje niño, y el trajinar refilado de la niebla garza,
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cancionan al celaje en turbios y lumbres.
El trinar de pájaro y de nido nos dice que la tarde
ha declinado.
Chozal bañado en luna blanca. Extraña guarida
para el descanso del coche viejo: Birloche atado al
caballo del antisiglo, como expuesto en moderno
local de antigüedad.
La estrella y la nube juegan su romance de viento.
Plata, gris, mate y sombra.
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El árbol enajena su figura deshojada hacia el reflejo
de insomnio, al toque de la campana dormida.
Reflejos que detienen en su instante atardeceres de
pena.
La nube blanquea en el azul lejano, con su manta y
su albura.
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Cierzo que nos trae en su son de lejanías, la voz
dormida de las campanas viejas, campanas de ojiva
y de viento, desde la refulgencia de este ocaso
inquieto.
La paz que la brisa repite en el bosque, silencio de
vientos, invoca a la tarde, dorada en sus mieses, su
cosecha de sombra, de sombra y silencio.
Caminos hechos de fulguración y distancia,
caminos de instante, relumbre de inciensos. El tul de
la nube, vestida de cobre y fuego, amanta los
lugares, con su paso de alma, de alma y de lluvia.
Cerrad vuestro recóndito corazón de oro, y tejed en
vuestro holocausto, holocausto mansísimo que
atersura el campo de malvas, vuestro embarque sin
rumbo en la orilla de la noche.