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Ernesto era un muchacho absolutamente encantador, en facha y espíritu; y entre los sobrevivientes, y a la par de Eduardo Ugarte (¿dónde andará?), director adjunto de La Barraca, uno de los que podrían contarnos más cosas de Federico, por fuera y por dentro, pero no quiere. Y entre ellas, el origen de los Seis poemas, en lengua gallega, de singular importancia en su lírica moderna, cuya publicación me encomendó y cuyos originales conservo salvados de tanta trashumancia. Salieron de una plaquette en 1935, en la Editorial Nós, de Santiago de Compostela, supervisados y con prólogo del que suscribe; prólogo suprimido en sus Obras Completas, no sé por qué. El director y propietario de la editorial, Angel Casal, alcalde de la urbe jacobea, figura entre los primeros fusilados por los paladines de la cruzada restauradora. Los fondos, con un certenar de títulos, fueron quemados en la hoguera pública. De la plaquette se salvaron unos pocos ejemplares, pues apenas se habían distribuido, esperando que viniera Federico para su presentación, que nunca había de producirse... Sigamos con Anfistora. Andrés Mejuto, entre los veinte y los treinta, impresionante de estampa, voz generosa, prosodia madrileña y vocabulario algo folgante, como era de uso entre los señoritos indígenas o recastados en Madrid, se llamaba entonces Severino, y le decíamos el Seve, por aquello del casticismo, que también se llevaba mucho. Al verlo aparecer como Lilión circense, camiseta a rayas, pañuelo al cuello y pantalón ceñido, con «bulto» resaltante, las señoras, entonces tan recatadas, sofocaron un ¡ay! Con lo cual su primer triunfo fue de majeza: esa majeza como al desgaire e ignorada por su portador, que es la verdaderamente varonil, sin tener que realizarse en el turbio machismo. Ernesto, por ahí se iba en cuanto a figura, sólo que más flaco, alto huesudo, con un pronto de arcangélico (para quienes no lo conocieran), con el alboroto dorado y ensortijado sobre la frente –lo de chairman ya lo cogió calvo–: los ojos azules, retozones, asordados por unas acometidas fugaces de tristeza, y algo de miopía, con su añadido de misterio, como suelen darse en la comarca del alto Sil, en cuya Puebla de Brollón era nacido, creo. (Esto de la veladura misteriosa de los -y las- miopes lo leí, siendo muy muchacho, en Emilio Zola, y estoy de acuerdo, a condición de que sea natural y no con esos cristales gordos que les hacen los ojos pasmados y bociudos...). Ernesto, con los años, se fue quedando como cada quisqui, casi sin todo ello, pues la vida nos lleva unas 322

cosas para darnos otras peores. También hay que decir que, a modo de compensación, mi amigo resultó un poeta de primera linea –dos libros, por ahora, en su lengua natal. Y en cuanto a investigador literario, les añadió a los portugueses un decisivo conocimiento de Eça de Queiroz, en un estudio excepcional sobre lengua y estilo, que le valió media docena de «honoris causa» en universidades del idioma hermano: una de las mil hazañas del exilio tan mal conocidas y agradecidas por la España sedentaria. Prosigamos: En aquel ámbito de goce y total confianza en la vida, vivida en el país propio y desde las posibilidades de su cultura y de su política -porque entonces la política era la forma más urgente de nuestro patriotismo-, todo nos parecía hacedero y además se hacía a pesar de la quinta columna cultural y política que flanqueó, desde sus primeros pasos, la marcha de la República... Entre aquellos bisbiseos y cábalas sobre si podría hacerse Así que pasen cinco años (que, efectivamente, llegó a ensayarse meses después, cuando yo estaba de regreso en Argentina y se produjo el glorioso Alzamiento que interrumpió la continuidad española durante cuatro décadas que aún colean), alguien sugirió mi nombre como pintiparado para encarnar el joven de la comedia; todo ello como habladurías de café. No creo que Pura se enterase y Federico me previno contra una coña posible. Conque fui y le pedí a Ernesto alguna justificación de tal exorbitancia. De las habladurías resultaba que yo era un epente (una de nuestras palabras clandestinas) indeciso y «muy elaborado», como quien «anda por dentro» sin saber a qué carta de sexo quedarse, como le ocurre al joven de la propuesta lorquiana. En uno de estos coloquios, a pas de deux, con Ernesto, mete baza Serafín Ferro: veinte años, coruñés, menudo, belleza popular, golfantillo intelectualizado, con aire de elfo rizado y moreno, cuyo breviario eran los Cantos de Maldoror, de Leautremont; de relación honda y contrariada con Luis Cernuda, en la que uno figuró sospechado de interpósito y celos del aire, sin comerlo ni beberlo, lo juro... Serafín, que era hombre de «salidas» y de abruptas conclusiones, como todo lector de un solo libro, va y dice como razón última: «Lo definitivo que tienes para hacer ese papel es la sonrisa leonardesca». Alarmadísimo (estábamos en un lugar de juntanza que se llamaba La Ballena Alegre), me fui al excusado para comprobar la sonrisa en el espejo, y no me salió, y así se lo dije. Sera- 323

cosas para <strong>da</strong>rnos otras peores. También hay que decir que, a<br />

modo de compensación, mi amigo resultó un poeta de primera<br />

linea –dos libros, por ahora, en su lengua natal. Y en cuanto a<br />

investigador literario, les añadió a los portugueses un decisivo conocimiento<br />

de Eça de Queiroz, en un estudio excepcional sobre<br />

lengua y estilo, que le valió media docena de «honoris causa» en<br />

universi<strong>da</strong>des del idioma hermano: una de las mil hazañas del exilio<br />

tan mal conoci<strong>da</strong>s y agradeci<strong>da</strong>s por la España sedentaria.<br />

Prosigamos: En aquel ámbito de goce y total confianza en la<br />

vi<strong>da</strong>, vivi<strong>da</strong> en el país propio y desde las posibili<strong>da</strong>des de su cultura<br />

y de su política -porque entonces la política era la forma más<br />

urgente de nuestro patriotismo-, todo nos parecía hacedero y además<br />

se hacía a pesar de la quinta columna cultural y política que<br />

flanqueó, desde sus primeros pasos, la marcha de la República...<br />

Entre aquellos bisbiseos y cábalas sobre si podría hacerse Así que<br />

pasen cinco años (que, efectivamente, llegó a ensayarse meses<br />

después, cuando yo estaba de regreso en Argentina y se produjo<br />

el glorioso Alzamiento que interrumpió la continui<strong>da</strong>d española<br />

durante cuatro déca<strong>da</strong>s que aún colean), alguien sugirió mi nombre<br />

como pintiparado para encarnar el joven de la comedia; todo<br />

ello como habladurías de café. No creo que Pura se enterase y<br />

Federico me previno contra una coña posible.<br />

Conque fui y le pedí a Ernesto alguna justificación de tal exorbitancia.<br />

De las habladurías resultaba que yo era un epente (una<br />

de nuestras palabras clandestinas) indeciso y «muy elaborado»,<br />

como quien «an<strong>da</strong> por dentro» sin saber a qué carta de sexo que<strong>da</strong>rse,<br />

como le ocurre al joven de la propuesta lorquiana. En uno<br />

de estos coloquios, a pas de deux, con Ernesto, mete baza Serafín<br />

Ferro: veinte años, coruñés, menudo, belleza popular, golfantillo<br />

intelectualizado, con aire de elfo rizado y moreno, cuyo breviario<br />

eran los Cantos de Maldoror, de Leautremont; de relación hon<strong>da</strong><br />

y contraria<strong>da</strong> con Luis Cernu<strong>da</strong>, en la que uno figuró sospechado<br />

de interpósito y celos del aire, sin comerlo ni beberlo, lo juro...<br />

Serafín, que era hombre de «sali<strong>da</strong>s» y de abruptas conclusiones,<br />

como todo lector de un solo libro, va y dice como razón última:<br />

«Lo definitivo que tienes para hacer ese papel es la sonrisa<br />

leonardesca». Alarmadísimo (estábamos en un lugar de juntanza<br />

que se llamaba La Ballena Alegre), me fui al excusado para comprobar<br />

la sonrisa en el espejo, y no me salió, y así se lo dije. Sera-<br />

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