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cía en la novelística del tiempo. El caballerete, tocado con galerín y calzando botines de elástico, aunque de cabritilla y pantalones anatómicos, es el amor de Rosita; exaltado amor que guarda todo el especioso ceremonial de la época, pero exaltado al fin, sobre todo en Rosita, que ya prepara, entre finas alusiones de las amigas, su seriedad de desposada. Se perfila asimismo en este acto el magnífico personaje de una sirvienta, arquetipo racial de gran relieve, sin duda la criatura más veraz de cuantas asomaron a la obra lorquiana, encargada de mantener, a lo largo de toda la pieza, la energía y la vida que en los demás va faltando. Este tipo, a pesar de su cuidadísima realidad, sospecho que implica un símbolo: la continuidad de lo popular, en presencia y sentimiento, frente a lo efímero y cambiante de modo y moda, que arrastra en sus avatares a los seres más «civilizados». La madre de Rosita es una dulce figura pasiva, hecha para sufrir todos los males ajenos; una de esas madres españolas que por el hecho de serlo ya disponen su vida para una lenta carrera de sinsabores. La fe mantiene el equilibrio de sus existencias; el amor y el temor de Dios son los dos muros paralelos entre los que el dolor canaliza, sin desbordarse, su torrente, y marcha recto y simple, sin gesto apenas, hacia el cumplimiento de su sino, más aceptado cuanto más penoso. Animan igualmente las primeras escenas tipos episódicos de gran vivacidad decorativa, extraídos de la entraña popular. Entre ellos las tres manolas del barrio de Elvira, que irrumpen en el carmen melancólico, todas floridas y agitadas de versos, mantillas y abanicos. La vejez ha de ennoblecer, a lo largo de la obra, también a estas cabecitas de chorlito, un poco pájaros ellas mismas con sus vestidos verdes, rojos y crema, bajo el revuelo de los encajes. El caballerete gomoso de las solapas imposibles, primo y amor de Rosita, determina marcharse nada menos que a Tucumán, donde otros parientes le ofrecen la posibilidad de una rápida fortuna. Ni qué decir tiene que volverá a la vuelta de unos meses. Rosita dobla su impaciencia en obedientes resignaciones y sobreviene un idilio-despedida, escrito en románticas espinelas, que tiene lugar en un «vis a vis», los ojos en los ojos y las manos enlazadas: escena de gran belleza evocadora y de ennoblecimiento sistemático de lo cursi. Esta «escena del sofá» puede llegar a los mismos favores populares que la de Zorrilla. Por su pórtico de rimas se va el galán y comienza la mansa y honda tragedia de la espera. 278

Han pasado diez años. Estamos en 1901 y en el segundo acto. Polleras de gran ruedo, en corte de capa; boas de plumas rizadas; cuello alto, a veces planchado; tiempo de las tarjetas postales y del lenguaje del abanico. El tío de Rosita, naturalista y darwiniano, murió dejándolo todo entrampado, como correspondía a su elegante ingenio, finisecular y ateneísta. El galán no ha vuelto. Rosita sigue esperando y desesperando, y el cartero es el único accidente que riza de angustia la superficie de su vida. Comienza a dejar de ser doña Rosita la soltera, para ser la solterona. En los pueblos pequeños todo se sabe, todo se dice... Y algo más. Las escenas se aristan de ironías. Se murmura que el gomoso va a casarse con una rica en la lejana América. Doña Rosita acentúa su perfil trágico y, lejos de ridiculizarse, se va engrandeciendo en su dolor silencioso. La casa se desmorona y los parvos bienes familiares empiezan a ser roídos por el perseverante diente de la usura. Al lado del suceso sentimental, el autor dibuja, con mano maestra, el tremendo y callado hecho social de los comienzos del siglo, en el que tantas familias de la antigua aristocracia naufragan en la transición de una época a otra, cuyo sentido no comprenden. El tercer acto es en 1901: faldas «entraveés», «art nouveau», en toda su explosión de curvas y superficies. Llegan hasta el carmen granadino las débiles hondas de un París reseso y amanerado, que perdió su buen sentido. Se regalan dijes con libélulas estampadas y girasoles de falso esmalte, fundidos en metales innobles. Doña Rosita peina canas ya, cuando llega la noticia terrible del casamiento del primo infiel, acontecido hace unos años. La nueva no sorprende a Rosita, que, por lo que deja ver de su intimidad, jamás creyó en tal regreso y mantuvo la farsa de la espera, para no desvanecer la ilusión de la madre. El hogar llega a los últimos tramos de su derrumbamiento. Hay que abandonar el carmen patrimonial, definitivamente devorado por los acreedores, e irse a vivir a un triste piso alquilón, colgado sobre el tedio de las aceras urbanas. Las escenas episódicas son de una fuerza dramática desgarradora. El pasado vuelve con unos personajes llenos de vejez fracasada. La lengua viperina de las burguesitas, las nuevas ricas de entonces, se ceba en la soltera, en su desencanto y en su miseria, so capa de una compasión venenosa y convencional. Finalmente, entran los faquines a cargar con los muebles. Cuando el sofá familiar es alzado, parece que se llevaran un gran ataúd lleno 279

Han pasado diez años. Estamos en 1901 y en el segundo acto.<br />

Polleras de gran ruedo, en corte de capa; boas de plumas riza<strong>da</strong>s;<br />

cuello alto, a veces planchado; tiempo de las tarjetas postales y<br />

del lenguaje del abanico. El tío de Rosita, naturalista y <strong>da</strong>rwiniano,<br />

murió dejándolo todo entrampado, como correspondía a su elegante<br />

ingenio, finisecular y ateneísta. El galán no ha vuelto. Rosita<br />

sigue esperando y desesperando, y el cartero es el único accidente<br />

que riza de angustia la superficie de su vi<strong>da</strong>. Comienza a dejar<br />

de ser doña Rosita la soltera, para ser la solterona. En los pueblos<br />

pequeños todo se sabe, todo se dice... Y algo más. Las escenas se<br />

aristan de ironías. Se murmura que el gomoso va a casarse con<br />

una rica en la lejana América. Doña Rosita acentúa su perfil trágico<br />

y, lejos de ridiculizarse, se va engrandeciendo en su dolor silencioso.<br />

La casa se desmorona y los parvos bienes familiares<br />

empiezan a ser roídos por el perseverante diente de la usura. Al<br />

lado del suceso sentimental, el autor dibuja, con mano maestra, el<br />

tremendo y callado hecho social de los comienzos del siglo, en el<br />

que tantas familias de la antigua aristocracia naufragan en la transición<br />

de una época a otra, cuyo sentido no comprenden.<br />

El tercer acto es en 1901: fal<strong>da</strong>s «entraveés», «art nouveau», en<br />

to<strong>da</strong> su explosión de curvas y superficies. Llegan hasta el carmen<br />

granadino las débiles hon<strong>da</strong>s de un París reseso y amanerado, que<br />

perdió su buen sentido. Se regalan dijes con libélulas estampa<strong>da</strong>s<br />

y girasoles de falso esmalte, fundidos en metales innobles. Doña<br />

Rosita peina canas ya, cuando llega la noticia terrible del casamiento<br />

del primo infiel, acontecido hace unos años. La nueva no<br />

sorprende a Rosita, que, por lo que deja ver de su intimi<strong>da</strong>d, jamás<br />

creyó en tal regreso y mantuvo la farsa de la espera, para no<br />

desvanecer la ilusión de la madre. El hogar llega a los últimos tramos<br />

de su derrumbamiento. Hay que abandonar el carmen patrimonial,<br />

definitivamente devorado por los acreedores, e irse a vivir<br />

a un triste piso alquilón, colgado sobre el tedio de las aceras<br />

urbanas. Las escenas episódicas son de una fuerza dramática<br />

desgarradora. El pasado vuelve con unos personajes llenos de vejez<br />

fracasa<strong>da</strong>. La lengua viperina de las burguesitas, las nuevas ricas<br />

de entonces, se ceba en la soltera, en su desencanto y en su miseria,<br />

so capa de una compasión venenosa y convencional. Finalmente,<br />

entran los faquines a cargar con los muebles. Cuando el<br />

sofá familiar es alzado, parece que se llevaran un gran ataúd lleno<br />

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