Las hormigas - Fieras, alimañas y sabandijas

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«suicidasen» –¿Cómo dice? –Estuvieron a punto de acabar con él, ¿sabe? Las hormigas magnan de África... ¿No ha visto usted Cuando ruge la marabunta? Jonathan meneó la cabeza negativamente. –La marabunta es una masa de hormigas magnan dorilinias, la Annoma nigricans, que avanza por la llanura destruyéndolo todo a su paso. El profesor Rosenfeld se puso en pie, como para hacer frente a una ola invisible. –Primero se oye una especie de gran zumbido compuesto por todos los gritos y el piar, y batir de alas y patas de todos los animales que intentan escapar. En ese punto aún no se ve a las magnan. Luego aparecen algunas guerreras detrás de una loma. Tras esta avanzadilla pronto llegan las demás, en columnas que se pierden de vista. La loma se vuelve negra. Es como una ola de lava que funde todo lo que toca. El profesor iba y venía gesticulando arrastrado por sus propias palabras. –Es la sangre venenosa de África. Ácido vivo. Su número es terrorífico. Una colonia de magnan pone por término medio quinientos mil huevos al día. Se pueden llenar cubos enteros... Y ese reguero de ácido sulfúrico negro se derrama, sube por pendientes y árboles, y no hay nada que lo pare. Los pájaros, lagartos o mamíferos insectívoros que tienen la desgracia de acercarse quedan destrozados. ¡Es una visión apocalíptica! Las magnan no temen a ningún animal. Una vez vi cómo un gato demasiado curioso desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Esas hormigas cruzan incluso los ríos haciendo puentes flotantes con sus propios cadáveres... En Costa de Marfil, en la región próxima al centro de Lamto donde las estudiábamos, la población nunca ha encontrado cómo oponerse a su invasión. Cuando se anuncia que esas minúsculas Atila pasarán por el poblado, la gente huye llevándose sus bienes más preciosos. Ponen las patas de las mesas y las sillas en cubos de vinagre y se encomiendan a sus dioses. Cuando regresan ya no queda nada, es como un tifón. No queda el menor fragmento de alimento ni sustancia orgánica de la clase que sea. Ni el menor parásito tampoco. Las magnan son el mejor medio de limpiar la propia casa de arriba abajo. –Y ¿cómo conseguían ustedes estudiarlas si son tan feroces? –Esperábamos al mediodía. Los insectos no tienen un sistema de regulación del calor como nosotros. Cuando la temperatura es de 18°, su cuerpo está a 18°, y cuando llega la canícula su sangre hierve. No pueden soportarlo. Así pues, con los primeros rayos ardientes, las magnan excavan un nido en el que vivaquear y en él esperan una meteorología más clemente. Es como una minihibernación, aunque lo que las bloquea no es el frío, sino el calor. –¿Y luego...? En realidad, Jonathan no sabía dialogar. Consideraba que la discusión existía para actuar como un sistema de vasos comunicantes. Hay uno que sabe, el vaso lleno, y uno que no sabe, el vaso vacío, por lo general él mismo. El que no sabe abre los oídos todo lo posible y estimula de vez en cuando el ardor de su interlocutor diciendo «¿y luego?» y «hábleme de eso», y con inclinaciones de cabeza. Si había otros medios de comunicación, él no los conocía. Por otra parte, observando a la gente, le parecía que lo que hacían era entregarse a monólogos paralelos en los que cada cual sólo buscaba utilizar al otro como un psicoanalista gratuito. Así las cosas, prefería su propia técnica. Quizá aparentaba no tener conocimiento ninguno, pero por lo menos estaba aprendiendo constantemente. ¿No dice un proverbio chino, el que hace una pregunta es tonto cinco minutos, el que no hace ninguna lo es toda la vida? ¿Y luego? ¡Pues que fuimos para allá! Y fue algo notable, créame. Queríamos dar con la maldita reina. El famoso animalito que pone medio millón de huevos diarios. Queríamos verla y fotografiarla. Nos calzamos gruesas botas de pocero: Edmond no tuvo suerte, calzaba el cuarenta y tres y sólo había del cuarenta... Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. A las doce y media trazamos en el suelo la forma probable del nido y empezamos a cavar alrededor hasta un metro de profundidad. A la una y 38

media llegamos a las cámaras exteriores. Una especie de líquido negro y crepitante empezó a fluir. Millares de soldados paroxísticos abrían y cerraban las mandíbulas, que en esta especie son cortantes como hojas de afeitar. Se pegaban a nuestras botas mientras nosotros seguíamos adelante a fuerza de pico y pala hacia la cámara nupcial. Y por fin encontramos nuestro tesoro. La reina. Un insecto diez veces más grande que nuestras reinas europeas. La fotografiamos desde todos los ángulos mientras ella seguramente debía de gritar el God save the Queen en su lengua odorífera... El efecto no tardó en producirse. Llegaron guerreras de todas partes, aglomerándose sobre nuestros pies. Algunas subían incluso escalando a sus congéneres que estaban ya sobre nuestras botas de goma. Desde ahí, pasaban a meterse bajo nuestros pantalones y camisas. Todos nos convertimos en Gulliver, pero nuestros liliputienses sólo pensaban en hacer de nosotros tiras comestibles. Sobre todo había que procurar que no se introdujesen por ninguno de nuestros orificios naturales; nariz, boca, ano, tímpano. Porque si no, estábamos listos: las hormigas perforan desde dentro. Jonathan se mantenía en silencio, más bien impresionado. Y en cuanto al profesor, éste parecía revivir la escena con gestos que tenían la energía de los del hombre joven que ya no era. –Nos dábamos grandes palmadas quitándonoslas de encima. A ellas les guiaba nuestro aliento y nuestra transpiración. Todos habíamos hecho ejercicios de yoga para respirar despacio y controlar el miedo. Tratábamos de olvidar, de no pensar en aquellas tenazas de las guerreras que trataban de matarnos. Tomamos dos rollos de fotos, algunas de ellas con flash. Cuando acabamos, saltamos todos fuera de la zanja. Todos, menos Edmond. Las hormigas le habían cubierto hasta la cabeza, y se disponían a comérselo. Le sacamos rápidamente arrastrándole por los brazos. Le desnudamos y le arrancamos todas las mandíbulas y cabezas que tenía hincadas en el cuerpo. Todos habíamos pasado por el peligro de morir, aunque no en la misma medida que él, que iba sin botas. Y, sobre todo, Edmond había sentido terror, había emitido feromonas de terror. –Es horrible. –Es sorprendente que saliese con vida. Pero eso no le hizo aborrecer a las hormigas. Por el contrarío, las estudió aún con mayor entusiasmo. –¿Y luego? –Edmond volvió a París. Y ya no hubo más noticias suyas. Ni siquiera telefoneó una sola vez al bueno de Rosenfeld. Finalmente vi en los periódicos que había muerto. Que descanse en paz. Apartó la cortina de la ventana para examinar un viejo termómetro fijo en el marco esmaltado. –Hummm, 30° en pleno mes de abril, es increíble. Cada año hace más calor. Si las cosas siguen así, dentro de diez años Francia se habrá convertido en un país tropical. –¿Así estamos? –No nos damos cuenta porque es algo progresivo. Pero nosotros, los entomólogos, lo vemos en detalles muy concretos; encontramos especies de insectos típicas de las zonas ecuatoriales en la cuenca de París, ¿No se ha fijado usted en que las mariposas son cada vez más tornasoladas? –Pues sí, incluso vi una ayer, roja y negra, posada en un automóvil... –Seguro que era una zigenia de cinco manchas. Es una mariposa venenosa que hasta ahora sólo se encontraba en Madagascar. Si esto sigue así... ¿Se imagina usted a las magnan en París? La ola de pánico... Seria algo divertido... Después de limpiarse las antenas y de comer algunos trozos tibios de la portera, el macho sin olor trota por los corredores de madera. Los aposentos maternos están por allí; los siente. Por suerte, la temperatura es de 25°, y con esta temperatura no hay mucha gente en la Ciudad prohibida. Debería de poder infiltrarse con facilidad. De repente, percibe el olor de dos guerreras que llegan en sentido inverso. Una es grande y la otra pequeña. Y la pequeña tiene un par de patas menos... Se olfatean recíprocamente sus efluvios a distancia. ¡Increíble, es él! 39

«suicidasen»<br />

–¿Cómo dice?<br />

–Estuvieron a punto de acabar con él, ¿sabe? <strong>Las</strong> <strong>hormigas</strong> magnan de África... ¿No ha visto usted<br />

Cuando ruge la marabunta?<br />

Jonathan meneó la cabeza negativamente.<br />

–La marabunta es una masa de <strong>hormigas</strong> magnan dorilinias, la Annoma nigricans, que avanza por la<br />

llanura destruyéndolo todo a su paso.<br />

El profesor Rosenfeld se puso en pie, como para hacer frente a una ola invisible.<br />

–Primero se oye una especie de gran zumbido compuesto por todos los gritos y el piar, y batir de<br />

alas y patas de todos los animales que intentan escapar. En ese punto aún no se ve a las magnan.<br />

Luego aparecen algunas guerreras detrás de una loma. Tras esta avanzadilla pronto llegan las demás,<br />

en columnas que se pierden de vista. La loma se vuelve negra. Es como una ola de lava que funde todo<br />

lo que toca.<br />

El profesor iba y venía gesticulando arrastrado por sus propias palabras.<br />

–Es la sangre venenosa de África. Ácido vivo. Su número es terrorífico. Una colonia de magnan<br />

pone por término medio quinientos mil huevos al día. Se pueden llenar cubos enteros... Y ese reguero<br />

de ácido sulfúrico negro se derrama, sube por pendientes y árboles, y no hay nada que lo pare. Los<br />

pájaros, lagartos o mamíferos insectívoros que tienen la desgracia de acercarse quedan destrozados.<br />

¡Es una visión apocalíptica! <strong>Las</strong> magnan no temen a ningún animal. Una vez vi cómo un gato<br />

demasiado curioso desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Esas <strong>hormigas</strong> cruzan incluso los ríos haciendo<br />

puentes flotantes con sus propios cadáveres... En Costa de Marfil, en la región próxima al<br />

centro de Lamto donde las estudiábamos, la población nunca ha encontrado cómo oponerse a su<br />

invasión. Cuando se anuncia que esas minúsculas Atila pasarán por el poblado, la gente huye llevándose<br />

sus bienes más preciosos. Ponen las patas de las mesas y las sillas en cubos de vinagre y se<br />

encomiendan a sus dioses. Cuando regresan ya no queda nada, es como un tifón. No queda el menor<br />

fragmento de alimento ni sustancia orgánica de la clase que sea. Ni el menor parásito tampoco. <strong>Las</strong><br />

magnan son el mejor medio de limpiar la propia casa de arriba abajo.<br />

–Y ¿cómo conseguían ustedes estudiarlas si son tan feroces?<br />

–Esperábamos al mediodía. Los insectos no tienen un sistema de regulación del calor como<br />

nosotros. Cuando la temperatura es de 18°, su cuerpo está a 18°, y cuando llega la canícula su sangre<br />

hierve. No pueden soportarlo. Así pues, con los primeros rayos ardientes, las magnan excavan un nido<br />

en el que vivaquear y en él esperan una meteorología más clemente. Es como una minihibernación,<br />

aunque lo que las bloquea no es el frío, sino el calor.<br />

–¿Y luego...?<br />

En realidad, Jonathan no sabía dialogar. Consideraba que la discusión existía para actuar como un<br />

sistema de vasos comunicantes. Hay uno que sabe, el vaso lleno, y uno que no sabe, el vaso vacío, por<br />

lo general él mismo. El que no sabe abre los oídos todo lo posible y estimula de vez en cuando el ardor<br />

de su interlocutor diciendo «¿y luego?» y «hábleme de eso», y con inclinaciones de cabeza.<br />

Si había otros medios de comunicación, él no los conocía. Por otra parte, observando a la gente, le<br />

parecía que lo que hacían era entregarse a monólogos paralelos en los que cada cual sólo buscaba<br />

utilizar al otro como un psicoanalista gratuito. Así las cosas, prefería su propia técnica. Quizá aparentaba<br />

no tener conocimiento ninguno, pero por lo menos estaba aprendiendo constantemente. ¿No<br />

dice un proverbio chino, el que hace una pregunta es tonto cinco minutos, el que no hace ninguna lo es<br />

toda la vida?<br />

¿Y luego? ¡Pues que fuimos para allá! Y fue algo notable, créame. Queríamos dar con la maldita<br />

reina. El famoso animalito que pone medio millón de huevos diarios. Queríamos verla y fotografiarla.<br />

Nos calzamos gruesas botas de pocero: Edmond no tuvo suerte, calzaba el cuarenta y tres y sólo había<br />

del cuarenta... Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. A las doce y media trazamos en el suelo la<br />

forma probable del nido y empezamos a cavar alrededor hasta un metro de profundidad. A la una y<br />

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