Las hormigas - Fieras, alimañas y sabandijas
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4. EL FINAL DEL CAMINO Augusta se pasó todo el día delante de seis cerillas. El muro era más psicológico que real, eso ya lo había comprendido. Lo de que «hay que pensar de manera diferente» de Edmond... Su hijo había descubierto algo, eso era seguro, y lo ocultaba con su inteligencia. Augusta recordó los nidos de su infancia, sus «madrigueras» Quizá debido a que se las habían destruido todas había tratado de hacer una que fuese inaccesible, un lugar donde nunca nadie fuese a molestarle... Como un espacio interior, que proyectaría su paz al exterior... y también su invisibilidad. La anciana se sacudió el entumecimiento que la estaba venciendo. Y surgió un recuerdo de su propia juventud. Era Una noche de invierno, cuando ella era muy pequeña, y fue entonces cuando comprendió que podía haber números por debajo del cero... 3, 2, 1, 0, y luego -1, -2, -3... ¡Números al revés! Como si se le diese vuelta al guante de las cifras. El cero no era, pues, ni el fin ni el principio de todo. Había otro mundo infinito al otro lado. Era como si se hubiese hecho estallar el muro del «cero» Entonces ella debía de tener siete u ocho años, pero su descubrimiento la había trastornado y por la noche no pudo dormir. Las cifras al revés... Era la puerta a otra dimensión. La tercera dimensión. ¡El relieve! ¡Oh, Señor! Sus manos tiemblan con la emoción, llora, pero aún tiene fuerzas para coger las cerillas. Dispone tres en triángulo, y luego coloca en cada ángulo una cerilla, que levanta para que todas converjan en un punto más alto. Con eso, forma una pirámide. Una pirámide y cuatro triángulos equiláteros. Ahí está el límite de la Tierra. Un lugar sorprendente. Ahí ya no hay nada natural, nada terreno. No es como la 103.683 lo imaginaba. El borde del mundo es negro. Nunca ha visto nada tan negro. Es duro, liso, tibio y huele a aceite mineral. A falta de un océano vertical, aquí hay corrientes de aire de una violencia inaudita. Las dos exploradoras pasan un largo rato tratando de comprender lo que pasa. De vez en cuando se percibe una vibración. Su intensidad crece de forma exponencial. Luego, el suelo tiembla de repente, un fuerte viento levanta sus antenas, un ruido infernal hace que entrechoquen los tímpanos de las tibias. Parece una violenta tempestad, pero apenas se ha manifestado el fenómeno cuando éste cesa, dejando que vuelvan a caer sólo unas volutas de polvo. Muchas exploradoras segadoras han intentado franquear esta frontera, pero los Guardianes se mantienen vigilantes. Porque ese ruido, ese viento, esa vibración, son ellos: los Guardianes del fin del mundo que golpean a todo aquel que intente adentrarse en las tierras negras. ¿Han visto a los Guardianes? Antes de que las rojas hayan podido conseguir una respuesta, estalla un nuevo estrépito, y luego cesa. Una de las seis segadores que las acompañan afirma que nadie ha llegado nunca a caminar por la «tierra maldita» y ha regresado con vida. Los Guardianes lo aplastan todo. Los Guardianes... debieron de ser ellos los que atacaron Lachola-kan y la expedición del macho 327. Pero ¿por qué abandonarían el extremo del mundo para introducirse hacia el oeste? ¿Quieren tal vez invadir el mundo? Las segadoras no saben de eso más que las rojas. ¿Pueden al menos describírselos? Todo lo que saben es que las que se han acercado a los Guardianes han muerto aplastadas. Incluso se desconoce en qué categoría de seres vivos clasificarlos: ¿son insectos gigantes? ¿Pájaros? ¿Plantas? Todo lo que las segadoras saben es que son muy rápidos y muy poderosos. Tienen una fuerza que las supera y que no se parece a nada conocido. En ese mismo momento, la 4.000 toma una iniciativa tan repentina como imprevista. Abandona el grupo y se introduce en territorio tabú. Ya que ha de morir de todos modos, quiere intentar ir más allá del fin del mundo, así, a la descarada. Las otras la miran aterrorizadas. 128
La 4.000 avanza lentamente, espiando la menor vibración, la menor fragancia anunciadora de la muerte en la extremidad sensible de sus patas. Y ahí va... cincuenta cabezas, cien cabezas, doscientas cabezas, cuatrocientas, seiscientas, ochocientas cabezas... Nada. Sigue sana y salva. La aclaman desde el otro lado. Desde donde se encuentra ve unas bandas blancas intermitentes que siguen a la derecha y a la izquierda. En la tierra negra todo está muerto; no hay ni el más mínimo insecto, ni la planta más pequeña. Y el suelo es tan negro... no es auténtica tierra. Percibe la presencia de vegetales, lejos y hacia delante. ¿Será posible que haya un mundo después del borde del mundo? Lanza algunas feromonas a sus colegas que se han quedado en la orilla para decirles todo eso, pero el diálogo es difícil a una distancia tan grande. Da media vuelta, y entonces es cuando se desencadenan otra vez el temblor y el enorme ruido. ¿Los Guardianes que regresan? Corre con todas sus fuerzas para reunirse con sus compañeras. Estas se quedan petrificadas durante la breve fracción de segundo en que una alucinante masa cruza su cielo con un enorme rugido. Los Guardianes han pasado, exhalando olores de aceites minerales. La 4.000 ha desaparecido. Las hormigas se acercan un poco al borde y entonces comprenden. La 4.000 ha quedado aplastada tan terriblemente que su cuerpo ya no tiene ni una décima de cabeza de espesor. ¡Ha quedado como incrustada en el negro suelo! Ya no queda nada de la vieja exploradora belokaniana. Ahí mismo ha terminado también el suplicio de los huevos de icneumón. Y entonces se ve que una larva de esta avispa acaba de perforar su espalda y es apenas un punto blanco en medio del cuerpo rojo aplastado. Así, pues, es cómo golpean los Guardianes del fin del mundo. Se oye un estrépito, se percibe un soplo y al instante queda todo destruido, pulverizado, aplastado. La 103.683 no ha acabado aún de analizar el fenómeno cuando se oye otra deflagración. La muerte golpea incluso cuando nadie cruza el umbral. El polvo cae otra vez. La 103.683 quisiera intentar al menos la travesía. Vuelve a recordar Satei. El problema es parecido. Si la cosa no funciona por arriba, entonces habrá que ir por debajo. Hay que considerar esta tierra negra como si fuese un río, y el mejor medio de cruzar los ríos consiste en perforar un túnel por debajo. Habla de eso con las seis cosechadoras, que se entusiasman inmediatamente. Es algo tan evidente que no comprenden por qué no han pensado antes en ello. Y entonces todo el mundo se pone a cavar con toda la fuerza de las mandíbulas. Jason Bragel y el profesor Rosenfeld nunca habían sido amigos de las tisanas, pero estaban a punto de serlo. Augusta se lo contó todo con pelos y señales. Les expli co que, después de ella, su hijo les había designado como herederos del apartamento. Era posible que cada uno de ellos sintiese el deseo de explorar allá abajo, como ella misma había intentado. Pero ella prefería reunir todas las energías para golpear con un máximo de eficacia. Cuando Augusta hubo proporcionado los imprescindibles datos preliminares, los tres ya hablaron poco. No tenían necesidad de hacerlo para comprenderse. Una mirada, una sonrisa... Ninguno de los tres había experimentado nunca una osmosis intelectual tan inmediata. Era algo que iba más allá incluso de lo intelectual; se diría que habían nacido para completarse, que sus programas genéticos encajaban y se fundían. Era algo mágico. Augusta era muy vieja, y sin embargo los otros dos la encontraban extraordinariamente bella... Recordaron a Edmond. Su afecto, desprovisto de la más ligera segunda intención, por el difunto les sorprendía a ellos mismos. Jason Bragel no habló de su familia; Daniel Rosenfeld no habló de su trabajo; Augusta no habló de su enfermedad. Decidieron bajar esa misma noche. Lo sabían; era lo único que había que hacer, aquí y ahora. 129
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La 4.000 avanza lentamente, espiando la menor vibración, la menor fragancia anunciadora de la<br />
muerte en la extremidad sensible de sus patas. Y ahí va... cincuenta cabezas, cien cabezas, doscientas<br />
cabezas, cuatrocientas, seiscientas, ochocientas cabezas... Nada. Sigue sana y salva. La aclaman desde<br />
el otro lado. Desde donde se encuentra ve unas bandas blancas intermitentes que siguen a la derecha y<br />
a la izquierda. En la tierra negra todo está muerto; no hay ni el más mínimo insecto, ni la planta más<br />
pequeña. Y el suelo es tan negro... no es auténtica tierra.<br />
Percibe la presencia de vegetales, lejos y hacia delante. ¿Será posible que haya un mundo después<br />
del borde del mundo? Lanza algunas feromonas a sus colegas que se han quedado en la orilla para<br />
decirles todo eso, pero el diálogo es difícil a una distancia tan grande.<br />
Da media vuelta, y entonces es cuando se desencadenan otra vez el temblor y el enorme ruido. ¿Los<br />
Guardianes que regresan? Corre con todas sus fuerzas para reunirse con sus compañeras.<br />
Estas se quedan petrificadas durante la breve fracción de segundo en que una alucinante masa cruza<br />
su cielo con un enorme rugido. Los Guardianes han pasado, exhalando olores de aceites minerales. La<br />
4.000 ha desaparecido.<br />
<strong>Las</strong> <strong>hormigas</strong> se acercan un poco al borde y entonces comprenden. La 4.000 ha quedado aplastada<br />
tan terriblemente que su cuerpo ya no tiene ni una décima de cabeza de espesor. ¡Ha quedado como<br />
incrustada en el negro suelo!<br />
Ya no queda nada de la vieja exploradora belokaniana. Ahí mismo ha terminado también el suplicio<br />
de los huevos de icneumón. Y entonces se ve que una larva de esta avispa acaba de perforar su espalda<br />
y es apenas un punto blanco en medio del cuerpo rojo aplastado.<br />
Así, pues, es cómo golpean los Guardianes del fin del mundo. Se oye un estrépito, se percibe un<br />
soplo y al instante queda todo destruido, pulverizado, aplastado. La 103.683 no ha acabado aún de<br />
analizar el fenómeno cuando se oye otra deflagración. La muerte golpea incluso cuando nadie cruza el<br />
umbral. El polvo cae otra vez.<br />
La 103.683 quisiera intentar al menos la travesía. Vuelve a recordar Satei. El problema es parecido.<br />
Si la cosa no funciona por arriba, entonces habrá que ir por debajo. Hay que considerar esta tierra<br />
negra como si fuese un río, y el mejor medio de cruzar los ríos consiste en perforar un túnel por<br />
debajo.<br />
Habla de eso con las seis cosechadoras, que se entusiasman inmediatamente. Es algo tan evidente<br />
que no comprenden por qué no han pensado antes en ello. Y entonces todo el mundo se pone a cavar<br />
con toda la fuerza de las mandíbulas.<br />
Jason Bragel y el profesor Rosenfeld nunca habían sido amigos de las tisanas, pero estaban a punto<br />
de serlo. Augusta se lo contó todo con pelos y señales. Les expli co que, después de ella, su hijo les<br />
había designado como herederos del apartamento. Era posible que cada uno de ellos sintiese el deseo<br />
de explorar allá abajo, como ella misma había intentado. Pero ella prefería reunir todas las energías<br />
para golpear con un máximo de eficacia.<br />
Cuando Augusta hubo proporcionado los imprescindibles datos preliminares, los tres ya hablaron<br />
poco. No tenían necesidad de hacerlo para comprenderse. Una mirada, una sonrisa... Ninguno de los<br />
tres había experimentado nunca una osmosis intelectual tan inmediata. Era algo que iba más allá<br />
incluso de lo intelectual; se diría que habían nacido para completarse, que sus programas genéticos<br />
encajaban y se fundían. Era algo mágico. Augusta era muy vieja, y sin embargo los otros dos la<br />
encontraban extraordinariamente bella...<br />
Recordaron a Edmond. Su afecto, desprovisto de la más ligera segunda intención, por el difunto les<br />
sorprendía a ellos mismos. Jason Bragel no habló de su familia; Daniel Rosenfeld no habló de su<br />
trabajo; Augusta no habló de su enfermedad. Decidieron bajar esa misma noche. Lo sabían; era lo<br />
único que había que hacer, aquí y ahora.<br />
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