Las hormigas - Fieras, alimañas y sabandijas

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–Buenos días, Bilsheim. Y le tiende una mano blanda. –Sí, ya lo sé, le sorprende verme aquí. Pero ya que este asunto se prolonga y se hace cada vez más pesado, y el prefecto se interesa personalmente por un final feliz, y pronto será el ministro quien se interese, he decidido ocuparme de él yo misma... Vamos, no ponga usted esa cara; estoy bromeando. ¿Qué le ha pasado a su sentido del humor? El viejo poli no sabía qué decir. Y la cosa venía prolongándose desde quince años atrás. Con ella, los «evidentemente» no habían funcionado nunca. Le hubiese gustado verle los ojos, pero estaban ocultos bajo un largo mechón de cabello. Cabello rojo, tenido. A la moda. En el servicio se decía que ella intentaba hacer creer que era pelirroja para justificar el fuerte olor que emanaba de ella. Solange Doumeng. Se había ido agriando más y más desde la menopausia. En principio, hubiese debido de tomar hormonas femeninas para compensar, pero temía demasiado engordar; las hormonas retienen el agua, es cosa bien sabida, así que ella apretaba los dientes haciendo que la gente de su alrededor tuviese que soportar las dificultades que le planteaba esta metamorfosis en anciana. –¿Por qué ha venido? ¿Quiere ir allá abajo? –preguntó el policía. –¿Bromea, amigo mío? No, no; el que baja es usted. Yo me quedo aquí. Lo he previsto todo, un buen termo de té y un walkie-talkie. –¿Y si me pasa algo? –No sea miedica, planteándose siempre lo peor. Estaremos en contacto por radio, ya se lo he dicho. En cuanto ve el más ligero peligro, usted me lo indica y yo tomaré las medidas necesarias. Además, está usted muy bien atendido, amigo mío; bajará con material que es el último grito para misiones delicadas. Mire: cuerdas de alpinismo, fusiles. Por no mencionar a estos dos muchachotes. Y señaló a los policías que estaban en posición de firmes. Bilsheim murmuró: –Galin fue con ocho bomberos, y eso no le sirvió de mucha ayuda.... –Pero no llevaban ni armas ni radio. Vamos, no ponga mala cara, Bilsheim. El hombre no quería porfiar. Los juegos de poder e intimidación le exasperaban. Y porfiar con la Doumeng era convertirse en la Doumeng. Y ella era como la mala hierba en un jardín. Había que intentar crecer sin verse contaminado. Bilsheim, comisario desengañado, se puso el traje de espeleología, ciñó la cuerda de alpinismo a su cintura y se terció el walkie-talkie en bandolera. –Si no vuelvo, quiero que todos mis bienes se entreguen a los huérfanos de la Policía. –Déjese de tonterías, querido Bilsheim. Volverá usted y todos iremos a celebrarlo a un restaurante. –Por si no vuelvo, quisiera decirle algo... La mujer frunció el ceño. –¡Vamos, déjese de niñerías, Bilsheim! –Quisiera decirle... Todos pagamos un día por nuestras malas acciones. –¡Y ahora se pone místico! No, Bilsheim, se equivoca, no pagamos por nuestras malas acciones. Quizás haya un «buen Dios», como usted dice, ¡pero se ríe de nosotros! Y si usted no ha disfrutado en vida de esta existencia, no disfrutará más muerto. La mujer rió brevemente, y luego se acercó a su subordinado, hasta rozarle. Este contuvo la respiración. Ya respiraría bastante mal olor en la bodega... –Pero no va usted a morir tan pronto. Tiene que resolver este asunto. Su muerte no serviría de nada. La contrariedad convertía al comisario en un niño, ya no era más que un chiquillo al que le han quitado un juguete y que, sabiendo que no lo recuperará, intenta algunos insultos de poca monta. –¡Oh! Mi muerte seria el fracaso de su investigación personal. Así se verán los resultados cuando usted «se hace cargo» Ella se le pegó un poco más, como si fuera a besarle en la boca. Pero en lugar de eso, dijo calmosamente: 100

–No le gusto, ¿verdad, Bilsheim? No le gusto a nadie y lo mismo me da. Tampoco usted me gusta. Y no tengo necesidad ninguna de gustar. Todo lo que quiero es que me teman. Sin embargo, ha de saber usted algo: si revienta usted ahí abajo no me sentiré ni siquiera contrariada. Enviaré otro equipo, el tercero... Y si quiere usted molestarme de verdad, vuelva vivo y victorioso, y entonces estaré en deuda con usted. El hombre no dijo nada. Miraba de reojo las raíces blancas del cabello peinado a la moda, y eso le sosegaba. –¡Estamos listos! –dijo uno de los policías, alzando su fusil. Todos estaban ya ligados con las cuerdas. –De acuerdo. ¡Vamos allá! Hicieron una señal a los tres policías que se mantendrían en contacto con ellos en la superficie, y entraron en la bodega. Solange Doumeng se sentó ante una mesa donde había instalado el emisor-receptor. –¡Buena suerte, y vuelvan pronto! 101

–Buenos días, Bilsheim.<br />

Y le tiende una mano blanda.<br />

–Sí, ya lo sé, le sorprende verme aquí. Pero ya que este asunto se prolonga y se hace cada vez más<br />

pesado, y el prefecto se interesa personalmente por un final feliz, y pronto será el ministro quien se<br />

interese, he decidido ocuparme de él yo misma... Vamos, no ponga usted esa cara; estoy bromeando.<br />

¿Qué le ha pasado a su sentido del humor?<br />

El viejo poli no sabía qué decir. Y la cosa venía prolongándose desde quince años atrás. Con ella,<br />

los «evidentemente» no habían funcionado nunca. Le hubiese gustado verle los ojos, pero estaban<br />

ocultos bajo un largo mechón de cabello. Cabello rojo, tenido. A la moda. En el servicio se decía que<br />

ella intentaba hacer creer que era pelirroja para justificar el fuerte olor que emanaba de ella.<br />

Solange Doumeng. Se había ido agriando más y más desde la menopausia. En principio, hubiese<br />

debido de tomar hormonas femeninas para compensar, pero temía demasiado engordar; las hormonas<br />

retienen el agua, es cosa bien sabida, así que ella apretaba los dientes haciendo que la gente de su<br />

alrededor tuviese que soportar las dificultades que le planteaba esta metamorfosis en anciana.<br />

–¿Por qué ha venido? ¿Quiere ir allá abajo? –preguntó el policía.<br />

–¿Bromea, amigo mío? No, no; el que baja es usted. Yo me quedo aquí. Lo he previsto todo, un<br />

buen termo de té y un walkie-talkie.<br />

–¿Y si me pasa algo?<br />

–No sea miedica, planteándose siempre lo peor. Estaremos en contacto por radio, ya se lo he dicho.<br />

En cuanto ve el más ligero peligro, usted me lo indica y yo tomaré las medidas necesarias. Además,<br />

está usted muy bien atendido, amigo mío; bajará con material que es el último grito para misiones<br />

delicadas. Mire: cuerdas de alpinismo, fusiles. Por no mencionar a estos dos muchachotes.<br />

Y señaló a los policías que estaban en posición de firmes.<br />

Bilsheim murmuró:<br />

–Galin fue con ocho bomberos, y eso no le sirvió de mucha ayuda....<br />

–Pero no llevaban ni armas ni radio. Vamos, no ponga mala cara, Bilsheim.<br />

El hombre no quería porfiar. Los juegos de poder e intimidación le exasperaban. Y porfiar con la<br />

Doumeng era convertirse en la Doumeng. Y ella era como la mala hierba en un jardín. Había que<br />

intentar crecer sin verse contaminado.<br />

Bilsheim, comisario desengañado, se puso el traje de espeleología, ciñó la cuerda de alpinismo a su<br />

cintura y se terció el walkie-talkie en bandolera.<br />

–Si no vuelvo, quiero que todos mis bienes se entreguen a los huérfanos de la Policía.<br />

–Déjese de tonterías, querido Bilsheim. Volverá usted y todos iremos a celebrarlo a un restaurante.<br />

–Por si no vuelvo, quisiera decirle algo...<br />

La mujer frunció el ceño.<br />

–¡Vamos, déjese de niñerías, Bilsheim!<br />

–Quisiera decirle... Todos pagamos un día por nuestras malas acciones.<br />

–¡Y ahora se pone místico! No, Bilsheim, se equivoca, no pagamos por nuestras malas acciones.<br />

Quizás haya un «buen Dios», como usted dice, ¡pero se ríe de nosotros! Y si usted no ha disfrutado en<br />

vida de esta existencia, no disfrutará más muerto.<br />

La mujer rió brevemente, y luego se acercó a su subordinado, hasta rozarle. Este contuvo la<br />

respiración. Ya respiraría bastante mal olor en la bodega...<br />

–Pero no va usted a morir tan pronto. Tiene que resolver este asunto. Su muerte no serviría de nada.<br />

La contrariedad convertía al comisario en un niño, ya no era más que un chiquillo al que le han<br />

quitado un juguete y que, sabiendo que no lo recuperará, intenta algunos insultos de poca monta.<br />

–¡Oh! Mi muerte seria el fracaso de su investigación personal. Así se verán los resultados cuando<br />

usted «se hace cargo»<br />

Ella se le pegó un poco más, como si fuera a besarle en la boca. Pero en lugar de eso, dijo<br />

calmosamente:<br />

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