Emilia Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa - Inicio
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<strong>de</strong> un hombre que mandaba allí como indiscutible autócrata, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su ambiguo puesto <strong>de</strong> criado<br />
con ribetes <strong>de</strong> mayordomo. Sentía pesar sobre su alma la ojeada escrutadora <strong>de</strong> Primitivo que<br />
avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el lado vulnerable <strong>de</strong><br />
aquel presbítero, sobrio, <strong>de</strong>sinteresado, que apartaba los ojos <strong>de</strong> las jornaleras garridas. Tal vez la<br />
filosofía <strong>de</strong> Primitivo era que no hay hombre sin vicio, y no había <strong>de</strong> ser Julián la excepción.<br />
Corría entre tanto el invierno, y el capellán se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro<br />
le abría el apetito: no sentía ya las efusiones <strong>de</strong> <strong>de</strong>voción que al principio, y sí una especie <strong>de</strong><br />
caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que veía a su alre<strong>de</strong>dor, especialmente los<br />
niños y los irracionales, con quienes <strong>de</strong>sahogaba su instintiva ternura. Aumentábase su<br />
compasión hacia Perucho, el rapaz embriagado por su propio abuelo; le dolía verle revolcarse<br />
constantemente en el lodo <strong>de</strong>l patio, pasarse el día hundido en el estiércol <strong>de</strong> las cuadras, jugando<br />
con los becerros, mamando <strong>de</strong>l pezón <strong>de</strong> las vacas leche caliente o durmiendo en el pesebre,<br />
entre la hierba <strong>de</strong>stinada al pienso <strong>de</strong> la borrica; y <strong>de</strong>terminó consagrar algunas horas <strong>de</strong> las<br />
largas noches <strong>de</strong> invierno a enseñar al chiquillo el abecedario, la doctrina y los números. Para<br />
realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos <strong>de</strong>l fuego <strong>de</strong>l hogar, cebado por Sabel con<br />
gruesos troncos; y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz <strong>de</strong>l triple mechero <strong>de</strong>l velón, le iba<br />
guiando pacientemente el <strong>de</strong>do sobre el silabario, repitiendo la monótona salmodia por don<strong>de</strong><br />
empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí... El chico se <strong>de</strong>shacía en bostezos enormes, en muecas<br />
risibles, en momos <strong>de</strong> llanto, en chillidos <strong>de</strong> estornino preso; se acorazaba, se <strong>de</strong>fendía contra la<br />
ciencia <strong>de</strong> todas las maneras imaginables, pateando, gruñendo, escondiendo la cara,<br />
escurriéndose, al menor <strong>de</strong>scuido <strong>de</strong>l profesor, para ocultarse en cualquier rincón o volverse al<br />
tibio abrigo <strong>de</strong>l establo.<br />
En aquel tiempo frío, la cocina se convertía en tertulia, casi exclusivamente compuesta <strong>de</strong><br />
mujeres. Descalzas y pisando <strong>de</strong> lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza<br />
resguardada por una especie <strong>de</strong> mandilón <strong>de</strong> picote; muchas gemían <strong>de</strong> gusto al acercarse a la<br />
<strong>de</strong>leitable llama; otras, tomando <strong>de</strong> la cintura el huso y el copo <strong>de</strong> lino, hilaban <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />
haberse calentado las manos, o sacando <strong>de</strong>l bolsillo castañas, las ponían a asar entre el rescoldo;<br />
y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas. Era Sabel la<br />
reina <strong>de</strong> aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos<br />
húmedos, recibía el incienso <strong>de</strong> las adulaciones, hundía el cucharón <strong>de</strong> hierro en el pote, llenaba<br />
cuencos <strong>de</strong> caldo, y al punto una mujer <strong>de</strong>saparecía <strong>de</strong>l círculo, refugiábase en la esquina o en un<br />
banco, don<strong>de</strong> se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la<br />
cuchara. Noches había en que no se daba la moza punto <strong>de</strong> reposo en colmar tazas, ni las mujeres<br />
en entrar, comer y marcharse para <strong>de</strong>jar a otras el sitio: allí <strong>de</strong>sfilaba sin duda, como en mesón<br />
barato, la parroquia entera. Al salir cogían aparte a Sabel, y si el capellán no estuviese tan<br />
distraído con su rebel<strong>de</strong> alumno, vería algún trozo <strong>de</strong> tocino, pan o lacón rápidamente escondido<br />
en un justillo, o algún chorizo cortado con prontitud <strong>de</strong> las ristras pendientes en la chimenea, que<br />
no menos velozmente pasaba a las faltriqueras. La última tertuliana que se quedaba, la que<br />
secreteaba más tiempo y más íntimamente con Sabel, era la vieja <strong>de</strong> las greñas <strong>de</strong> estopa,<br />
entrevista por Julián la noche <strong>de</strong> su llegada a los Pazos. Era imponente la fealdad <strong>de</strong> la bruja:<br />
tenía las cejas canas, y, <strong>de</strong> perfil, le sobresalían, como también las cerdas <strong>de</strong> un lunar; el fuego<br />
hacía resaltar la blancura <strong>de</strong>l pelo, el color atezado <strong>de</strong>l rostro, y el enorme bocio o papera que<br />
<strong>de</strong>formaba su garganta <strong>de</strong>l modo más repulsivo. Mientras hablaba con la frescachona Sabel, la<br />
fantasía <strong>de</strong> un artista podía evocar los cuadros <strong>de</strong> tentaciones <strong>de</strong> San Antonio en que aparecen<br />
juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña <strong>de</strong> cabra.<br />
Sin explicarse el porqué, empezó a <strong>de</strong>sagradar a Julián la tertulia y las familiarida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Sabel,<br />
que se le arrimaba continuamente, a pretexto <strong>de</strong> buscar en el cajón <strong>de</strong> la mesa un cuchillo, una<br />
taza, cualquier objeto indispensable. Cuando la al<strong>de</strong>ana fijaba en él sus ojos azules, anegados en<br />
caliente humedad, el capellán experimentaba malestar violento, comparable sólo al que le<br />
causaban los <strong>de</strong> Primitivo, que a menudo sorprendía clavados a hurtadillas en su rostro.<br />
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