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- Toda ocasión es buena para jactarse, ¿eh? ¡No soporto<br />
su provincialismo!<br />
A pesar de que fuera también ella hija de inmigrantes<br />
italianos, no admitía nuestro innato sentido de<br />
competitividad. Tal vez tenía razón, pero para callarla le<br />
contesté enérgicamente.<br />
- ¡Antes de nuestra llegada, aquí no había nada! Sólo<br />
desolación. ¡Desolación y basta!<br />
Repetí aquella palabra buscando algún otro argumento<br />
aún más convincente.<br />
- ¡Hasta el nombre le dimos nosotros a este país!<br />
María no reaccionó a mi ataque y, por un instante, creí<br />
haber sido eficaz en persuadirla, pero me equivoqué.<br />
- Señor Mimmo, ¿De nuevo? No sólo usted, sino que<br />
muchos italianos se atribuyen este mérito. Pero así sólo<br />
demuestran que no conocen para nada la historia. El<br />
nombre Argentina se lo dieron los conquistadores<br />
españoles.<br />
Me devolvió la manguera y se fue silbando, contenta de<br />
haberse dado otra satisfacción.<br />
Así era María, combativa e inteligente, siempre lista a<br />
confrontarse. Había vivido su adolescencia a fines de los<br />
años setenta, en medio de un fermento político que<br />
envistió a todo el país. En aquel período, los jóvenes<br />
redescubrieron el asociacionismo y la participación directa<br />
a todas las actividades sociales. Ella, junto a los más<br />
sensibilizados, teorizaba sobre un mundo libre y sin<br />
injusticias. Eran aquellos los motivos de su activismo en la<br />
asociación de estudiantes universitarios, nada más.<br />
Sin embargo, para algunos, María Eugenia Alberti era