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camiones, sobre viejas carretas o debajo de toldos<br />
improvisados. Al alba nos despertaron los gritos de los<br />
vendedores ambulantes. Vendían de todo: ramilletes de<br />
pimientos de Calabria, trenzas de ajo, viejos<br />
impermeables para ponerse en caso de marejadas,<br />
botellitas de medicinas milagrosas. Algunos las compraban<br />
por cábala. Lo importante era llegar sanos a la nueva<br />
tierra. Mi padre decía que nosotros éramos ya sanos,<br />
gracias a Dios, y que aquellas eran todas tonterías.<br />
El tío Giovanni encontró a su amigo en el tinglado donde<br />
trabajaba. Nos entregó los pasajes y toda la información<br />
necesaria.<br />
La nave estaba ya en el puerto desde hacía unos días.<br />
Era enorme y para mirarla desde la plataforma no me<br />
alcanzaba tirar la cabeza para atrás. Era larga, medía más<br />
de cien metros y era alta como una catedral. Las dos<br />
chimeneas parecían tocar el cielo y dos enormes cadenas a<br />
los costados de la proa sostenían las anclas. Tenía una<br />
gran curiosidad de verla por dentro, descubrir si se podía<br />
jugar o correr, quizás con una de las banderas de colores<br />
que la adornaban.<br />
Permanecí mirándola encantado, mientras la gente<br />
empujaba para subir a bordo. Mis hermanos y yo<br />
caminábamos juntos para no perdernos, mientras mi<br />
padre levantaba la mano para mostrar los pasajes a una<br />
persona con uniforme. Viajamos en tercera clase, como<br />
todos los inmigrantes, pero la Principessa Mafalda era<br />
una nave de lujo, dotada de todo el confort. La describían<br />
como la más veloz para enlazar Italia con Sud América.<br />
Podía cubrir la distancia en dos semanas, mientras los