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Untitled - Nicola Viceconti

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con la cocina. Estaba haciendo ravioles. Esos que se<br />

preparan sólo en las ocasiones de fiesta. Los comimos<br />

afuera, en el jardín, a la sombra.<br />

- ¡Están buenísimos! Son realmente especiales. ¡Muy<br />

bien Sofía! ¿Quién te enseñó a hacerlos tan bien?<br />

- Mi abuela Carmela. Cuando era chica ya me hacía<br />

preparar el relleno. Decía que eran más ricos así, sin<br />

espinaca. Rellenos sólo con ricota y unas hojas de perejil.<br />

¿Quiere un poco más, señor Doménico?<br />

- No, gracias. Estoy bien así. El único favor que te pido<br />

es que no me llames más señor Doménico. ¡Para vos soy<br />

Mimmo!<br />

Ella sonrió, mientras levantaba la mesa. Raúl estaba<br />

contento de descubrir que Sofía era para mí como una<br />

más de la familia. Después de comer me concedí un<br />

Pantelas, lo fumé sentado en la silla hamaca. Tenía un<br />

sabor distinto.<br />

En pocos días volví a llevar la vida de siempre. Cada<br />

mañana hacía el usual paseo hasta Plaza Italia. Allí,<br />

sentado sobre el banco, leía el diario. Me sentía mejor y no<br />

tomaba más los remedios. Graciela pasaba a verme igual,<br />

era un gusto pasar un rato juntos, charlando. Me pedía<br />

siempre que le siguiera contando aquella historia. Una<br />

mañana la invité al gran café Tortoni. Hacía años que no<br />

iba. En otros tiempos lo frecuentaba regularmente. Me<br />

llevaba mi amigo, Fernando Balestra, poeta y filósofo al<br />

cual le construí una casa en Recoleta, una de las más<br />

lindas del barrio. Nos hicimos amigos y un día me invitó a<br />

aquel café literario. Yo no estaba a la altura de los

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