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final me salió bien y Graciela me respondió.<br />
- ¿Hola? Señor Doménico. ¿Hola?<br />
Intenté hablar, pero la voz se me transformó en un<br />
resoplido sordo. Ella, del otro lado del teléfono, se dio<br />
cuenta de la gravedad de la situación.<br />
- ¡Tranquilo! ¡Estaré allí en diez minutos!<br />
Aquella espera me pareció una eternidad. Eran las cinco<br />
de la mañana del 18 de marzo. El aire era fresco, lo sentía<br />
encima, filtraba a través del pijama pero no llegaba a los<br />
pulmones. Era como estar abajo del agua con una terrible<br />
sensación de hambre de aire.<br />
Graciela entró en casa usando las llaves. Desde que me<br />
habían dado el alta del hospital llevaba siempre un manojo<br />
en el bolso. Me descubrió el pecho y me refrescó con una<br />
toalla mojada. Me mojó las muñecas, la frente, luego, con<br />
una inyección de cortisona y un spray broncodilatador, me<br />
hizo recuperar el aliento. Llamó al doctor Serrano y, sólo<br />
después de que me hicieran efecto los remedios, me<br />
acompañó a la cama. Llamó también a Raúl que llegó<br />
rápidamente en auto junto a Sofía.<br />
Haber vuelto a la vida de siempre no significaba haber<br />
sanado de una enfermedad pulmonar ya crónica. Los<br />
paseos por Plaza Italia y las citas con Graciela en el café<br />
Tortoni me regeneraban el espíritu pero no podían<br />
ciertamente hacer milagros con mi cuerpo maltrecho. Me<br />
lo remarcó también el doctor, recomendándome reposo<br />
absoluto por algunas semanas.<br />
Estaban todos alrededor de mi cama y parecían más<br />
preocupados de lo acostumbrado. Raúl no era el mismo,<br />
esta vez no bromeaba. También el doctor Serrano tenía el