Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Tránsitos 98 Para Natalia Duval Piense a un porteño en París. Viene de Buenos Aires, puerto —dicen— cuya celebridad se funda en que eructa las obvias odas de embajadores de Nicaragua, cónsules de Chile, tardías ninfas montevideanas y plagiarios de otras tumultuosas latitudes. Entonces, piense en un albanés, delgado y alto, casi calvo, que en un atardecer de otoño ofrece dibujarles el perfil a las muchachas que recorren el boulevard Saint- Michel, o la facha a los caballeros que pasean por los Campos Elíseos. Los acorrala con salvaje osadía; les escupe un feroz, oscuro resentimiento; murmura un francés descuidado (que sobresalta a los compatriotas de Mallarmé); les regala caras trazadas a carbonilla en las que remotas premoniciones cavan sombras, alargan rasgos, torturan pómulos y ojos. Dicen, también, que los porteños son amantes fogosos y sombríos; y que se desayunan con enormes trozos de carne asada y leche fresca. Y manteca. ¿Exageraciones? Bien: París es París. Que se cuiden los bolsillos. Y el alma, si la tienen. Yo digo que, en mi pueblo, los hombres son altos y duros; las montañas, una niebla espesa y azul y fría; la guerra, una vieja gimnasia; el honor y la muerte, sinónimos. Las putas griegas llegan, puntualmente, los martes de la primera y tercera semana del mes. El pope, para la absolución del necesario pecado, los jueves. Ellas se marchan de madrugada; nuestras mujeres, cubiertas sus caras con chales negros, escupen a su paso, en la nieve. Los hombres tomamos café en las camas que calentaron sus cuerpos: los labios de las griegas tienen gusto a sal. Las dibujé, saben, en hojas Waterman. Bocas, pechos, ombligos, los muslos campesinos. Las dibujé con tres piernas, o echadas como La Maja y un cigarro que humea en la boca grande y desdentada, o con uno de los nuestros montándola, a lo torero. Mis amigos, sentados alrededor del fuego, las piernas cruzadas sobre las raídas alfombras, palparon la textura rugosa del papel con la misma atención y delicadeza con que palpaban las tetas de las putas griegas. Y dijeron: Tirana. No más que eso dijeron mis amigos. Son generosos los hombres de Sintari. Yo había cumplido veinticuatro años. En 1936, llegué a París. Bracque, Matisse,

Picasso. Fue hace mucho, mucho tiempo. De pie frente a una lápida de mármol negro, leo: Jordán Misja. 1911-1942. El hombre que me atiende, dice: —Nos esperan en Kruia. Miro las troneras semiderruidas del castillo de Skandeberg; los largos esqueletos de sus soldados; la nieve en las montañas; la sangre y la muerte y los alaridos de la interminable pelea desvanecidos en el polvo de papeles frágiles y amarillentos. El hombre que me atiende dice que estuvo en Moscú; leyó, dice, los archivos de Marx. Leyó, dice, que Marx escribió, con su letra casi microscópica, que sobre las piedras de Kruia, la obstinada locura de un puñado de ilirios salvó el destino de la civilización europea: el perverso furor del imperio otomano, escribió Marx, se extinguió en estos desfiladeros, ante estas murallas. Sonrío, muevo la cabeza, acaso musito que el ocaso de Bizancio, la caída de la Bastilla, los sonetos dominicales de Borges, la derrota de Firpo a manos de un Dempsey por quien apostaron los mafiosos, y otros azares aun más atroces ocurrieron porque la fastuosa espada de Skandeberg resplandeció invicta, un cuarto de siglo, entre las cimas de un abrupto paisaje llamado Albania. —No le entiendo —dice el hombre que me acompaña. —Tomemos algo caliente —digo yo. La nieve cae, blanda, en la calle que se empina hasta los torreones cubiertos por un musgo oscuro y viscoso. Entramos a un bar de techo y mesas bajas y maderas lustradas, y ventanas pequeñas. En un hogar de piedra, crujen leños encendidos. Las lenguas de fuego, que suben de los leños encendidos, son similares, pienso, a las que alumbraron (o embellecieron) la fugacidad aceitunada de los perfiles griegos en los lechos de Sintari, que mi amigo Jordán dibujó con un laconismo desprovisto de nostalgia. Viví tres años en París. No recuerdo un solo día de sol. No fue una fiesta para mí. No smoking, please. Fasten seat belt. Las azafatas sonríen; los aduaneros sonríen; los policías sonríen; el caballero pulcro y afeitado que embarcó en Lisboa y se entretuvo con Becket ou L’honneur de Dïeu, sonríe; la máscara que uso sonríe. Y Tierra de nadie sobre mis 99

Picasso. Fue hace mucho, mucho tiempo.<br />

De pie frente a una lápida de mármol negro, leo: Jordán Misja. 1911-1942.<br />

El hombre que me atiende, dice:<br />

—Nos esperan en Kruia.<br />

Miro las troneras semiderruidas del castillo de Skandeberg; los largos<br />

esqueletos de sus soldados; la nieve en las montañas; la sangre y la muerte y los<br />

alaridos de la interminable pelea desvanecidos en el polvo de papeles frágiles y<br />

amarillentos.<br />

El hombre que me atiende dice que estuvo en Moscú; leyó, dice, los<br />

archivos de Marx. Leyó, dice, que Marx escribió, con su letra casi microscópica,<br />

que sobre las piedras de Kruia, la obstinada locura de un puñado de ilirios<br />

salvó el destino de la civilización europea: el perverso furor del imperio<br />

otomano, escribió Marx, se extinguió en estos desfiladeros, ante estas murallas.<br />

Sonrío, muevo la cabeza, acaso musito que el ocaso de Bizancio, la caída<br />

de la Bastilla, los sonetos dominicales de Borges, la derrota de Firpo a manos de<br />

un Dempsey por quien apostaron los mafiosos, y otros azares aun más atroces<br />

ocurrieron porque la fastuosa espada de Skandeberg resplandeció invicta, un<br />

cuarto de siglo, entre las cimas de un abrupto paisaje llamado Albania.<br />

—No le entiendo —dice el hombre que me acompaña.<br />

—Tomemos algo caliente —digo yo.<br />

La nieve cae, blanda, en la calle que se empina hasta los torreones<br />

cubiertos por un musgo oscuro y viscoso. Entramos a un bar de techo y mesas<br />

bajas y maderas lustradas, y ventanas pequeñas. En un hogar de piedra, crujen<br />

leños encendidos. Las lenguas de fuego, que suben de los leños encendidos, son<br />

similares, pienso, a las que alumbraron (o embellecieron) la fugacidad<br />

aceitunada de los perfiles griegos en los lechos de Sintari, que mi amigo Jordán<br />

dibujó con un laconismo desprovisto de nostalgia.<br />

Viví tres años en París. No recuerdo un solo día de sol. No fue una fiesta para mí.<br />

No smoking, please. Fasten seat belt.<br />

Las azafatas sonríen; los aduaneros sonríen; los policías sonríen; el<br />

caballero pulcro y afeitado que embarcó en Lisboa y se entretuvo con Becket ou<br />

L’honneur de Dïeu, sonríe; la máscara que uso sonríe. Y Tierra de nadie sobre mis<br />

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