Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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El perro del hogar<br />
92<br />
A Guillermo Saavedra<br />
Sé que nos mudamos a esa casa de la calle Bolivia, y que allí, en esa casa<br />
de la calle Bolivia, a la que se entraba si uno subía dos escalones gruesos y<br />
anchos, vivían Ernesto y Carmen. Cuando yo volvía de la escuela, y mamá me<br />
daba el almuerzo y se iba a trabajar a la fábrica de caramelos, y yo hacía los<br />
deberes, y era invierno, Ernesto me llamaba y, en su cocina, escuchábamos, en<br />
radio del Pueblo o en radio Argentina, a Gardel, Magaldi, a Caggiano, el<br />
payador, a Mercedes Simone, y el aviso, dicho con voz clara y acentuada en las<br />
vocales, de que no nos perdiéramos un nuevo capítulo de Miguel Strogoff, el<br />
correo secreto del zar, con la compañía de Olga Casares Pearson y Angel Walk. Y<br />
Ernesto me guiñaba un ojo, y yo me sentía como abrigado en esa cocina, en la<br />
que Ernesto nos cebaba mate a mí y a su mujer, Carmen, y le tiraba, de a ratos,<br />
pedazos de salame a Titina, una perra bull-dog que nos miraba, sentada sobre<br />
sus patas traseras, los ojos brillantes como las mejores de mis bolitas, y de la que<br />
Ernesto y Carmen eran dueños.<br />
Ernesto, que era un hombre alto y flaco y fuerte, y que usaba gorra,<br />
trabajaba con su mujer, Carmen, en la empresa Particulares, de cigarrillos, de<br />
seis de la mañana a dos de la tarde. Papá dijo, una de las pocas tardes que llegó<br />
temprano a casa, que Ernesto era un obrero organizado. Y después dijo que se<br />
podía confiar en Ernesto y Carmen.<br />
A veces venían, de a dos o de a tres, los compañeros de papá, y discutían,<br />
en nuestra cocina, su actividad en el movimiento sindical, y papá, de pronto,<br />
preguntaba, sin mirar a nadie, por Guido Fioravanti, que estuvo al frente de la<br />
huelga más prolongada de los albañiles que se conozca hasta el día de hoy, y a<br />
quien el gobierno del general Justo deportó a Italia y Mussolini encerró en la<br />
isla de Lipari. Pedro Chiarante se removía, incómodo, en su silla, y contestaba,<br />
con una voz áspera, que no tenían noticias de Guido Fioravanti, y decía carajo,<br />
y tomaban vino, y después, si se quedaban, si la reunión se prolongaba, mamá,<br />
que había vuelto de la fábrica de caramelos, les servía sopa y unas albóndigas<br />
chatas de carne y cebolla picada que asaba en el fogón de la cocina, sobre una<br />
parrilla de mango largo y acanalado.