Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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un Campbell trastornado, llorón, sin una gota de ese coraje que hizo la fama de los cuchilleros porteños. Y lo que Campbell contó, y Mariann adivinó o leyó, yo lo escuché en la iglesia, de la boca de Mariann, y su voz, en la oscuridad de la iglesia, no fue fría ni cálida ni muy alta. Y no hubo nada, en su voz, y en lo que escuché de su voz, esa noche, que no pudiese digerir el estómago de un sacerdote. Y el mío. Yo escuché que Campbell, que nunca descendió a un sótano, que nunca cobró un favor, y que nunca vio crucificar a hombres por manadas de pequeños propietarios, pequeños comerciantes, equitativos partidarios del orden y encantadores bailarines de czardas, sólo advirtió que las atenciones de Verónika hacia él se multiplicaban, abrumadoras y empalagosas como los mimos de una niña consentida. Escuché que un mediodía, Campbell, sincero y entusiasta, exaltó las virtudes de uno de los platos del almuerzo. Verónika, halagada, forzándose para no tragar las palabras, comenzó a susurrar. Atribuyó el mérito del plato a Ofelia, la hija o la hermana o la nieta de uno de los puesteros de Mariann, a la carne de Ofelia, a la carne que Ofelia le proporcionó como una ofrenda. Campbell detuvo, en el aire, la copa que se llevaba a los labios, y con una voz que pretendía ser ligera y firme y festiva, le pidió a Verónika que aclarara eso que dijo. Campbell agregó, sonriente y retórico, la voz gruesa, como si dibujase al hacendado barrigón, inescrutable y tortuoso que sería, que el vino de la costa y ese sol del campo uruguayo impiden, a veces, comprender las cosas más simples de la vida. Verónika, la cabeza caída sobre un hombro, se ruborizó, y con la lengua trabada, susurró que Campbell repitiera que ella era y nunca dejaría de ser su primer y único y verdadero amor. Campbell cumplió el pedido con el fervor que uno pone para cantar el Himno Nacional. Verónika cerró los ojos y se desabrochó la parte alta del vestido, y se abanicó los pechos con un diario, y expelió, la boca entreabierta, un veloz chorro de palabras por el que Campbell vino a saber, tal vez, que comió, en ese almuerzo, y otros almuerzos, y otras cenas, las partes más tiernas de la carne que le sobraba a una chinita de mierda. Y Verónika, que tiene los ojos de Ernst, se tomó los pechos desnudos con las manos, y los alzó, y los acercó a la cara de un Campbell que aún sonreía a la luz del verano. Campbell miró a Verónika, miró la cara arrebatada de Verónika, miró los ojos cerrados de Verónika, y la boca entreabierta de Verónika, que no cesaba de susurrar, y los gordos y desnudos y rosados pechos de Verónika, sostenidos por las manos de Verónika, casi sobre su cara, y se pasó lentamente las manos por el vientre y los muslos, y se dijo, calmo, que él era él, y que ése era un mediodía de 90

verano, y que el calor de ese mediodía era inhumano. Y se miró tomar el vino que quedaba en su copa, y cuando dejó la copa en la mesa, Verónika abrió los ojos, y en ellos había un destello de ira salvaje, y Campbell escuchó el susurro de Verónika en la tarde de sol, desierta, silenciosa, chupá. Chupalas. La siesta cayó sobre ese mundo aún inmóvil, aún desconocido y desamparado, y que olía a incendio y quietud. Campbell despertó, desnudo, en una penumbra viscosa, y vio cerca de su boca las lechosas tetas de Verónika, y la escuchó roncar, y se vio a sí mismo deslizarse de la cama y penetrar en la penumbra y correr, correr, correr hasta que encontró a Mariann. Y Campbell, el cuerpo fino y esbelto, desnudo, tembloroso, afiebrado, prolongó el relato de los dichos incoherentes de Verónika con el relato de su conocida aversión por las chinitas de dientes cariados e inteligencia de mosquitos, y por la grosería de algunas recetas de la cocina de Europa Central. Fue entonces que Campbell preguntó, la boca inflamada en los pies de Mariann, cómo podía retornar al goce sereno de la vida. Mariann no le contestó. Mariann no contesta preguntas teológicas. Sí: quizá esa noche, distinta a otras noches, Mariann habló de trueques y revanchas. Habló, sin apelar a la metáfora o la elipsis, de negocios, con esa voz que conocí antes que mis recuerdos, y que se esparció en la iglesia a oscuras y vacía. Y, como en otras noches, la vi irse, muy tarde en la noche, y pensé, esa noche u otra, o lo pensé desde que alguien, en un pasado remoto, me llamó Rubio, que Dios aprobará el destino que Mariann imponga a sus inversiones. 91

un Campbell trastornado, llorón, sin una gota de ese coraje que hizo la fama de<br />

los cuchilleros porteños.<br />

Y lo que Campbell contó, y Mariann adivinó o leyó, yo lo escuché en la<br />

iglesia, de la boca de Mariann, y su voz, en la oscuridad de la iglesia, no fue fría<br />

ni cálida ni muy alta. Y no hubo nada, en su voz, y en lo que escuché de su voz,<br />

esa noche, que no pudiese digerir el estómago de un sacerdote. Y el mío.<br />

Yo escuché que Campbell, que nunca descendió a un sótano, que nunca<br />

cobró un favor, y que nunca vio crucificar a hombres por manadas de pequeños<br />

propietarios, pequeños comerciantes, equitativos partidarios del orden y<br />

encantadores bailarines de czardas, sólo advirtió que las atenciones de Verónika<br />

hacia él se multiplicaban, abrumadoras y empalagosas como los mimos de una<br />

niña consentida.<br />

Escuché que un mediodía, Campbell, sincero y entusiasta, exaltó las<br />

virtudes de uno de los platos del almuerzo. Verónika, halagada, forzándose<br />

para no tragar las palabras, comenzó a susurrar. Atribuyó el mérito del plato a<br />

Ofelia, la hija o la hermana o la nieta de uno de los puesteros de Mariann, a la<br />

carne de Ofelia, a la carne que Ofelia le proporcionó como una ofrenda.<br />

Campbell detuvo, en el aire, la copa que se llevaba a los labios, y con una<br />

voz que pretendía ser ligera y firme y festiva, le pidió a Verónika que aclarara<br />

eso que dijo. Campbell agregó, sonriente y retórico, la voz gruesa, como si<br />

dibujase al hacendado barrigón, inescrutable y tortuoso que sería, que el vino<br />

de la costa y ese sol del campo uruguayo impiden, a veces, comprender las<br />

cosas más simples de la vida.<br />

Verónika, la cabeza caída sobre un hombro, se ruborizó, y con la lengua<br />

trabada, susurró que Campbell repitiera que ella era y nunca dejaría de ser su<br />

primer y único y verdadero amor. Campbell cumplió el pedido con el fervor<br />

que uno pone para cantar el Himno Nacional. Verónika cerró los ojos y se<br />

desabrochó la parte alta del vestido, y se abanicó los pechos con un diario, y<br />

expelió, la boca entreabierta, un veloz chorro de palabras por el que Campbell<br />

vino a saber, tal vez, que comió, en ese almuerzo, y otros almuerzos, y otras<br />

cenas, las partes más tiernas de la carne que le sobraba a una chinita de mierda.<br />

Y Verónika, que tiene los ojos de Ernst, se tomó los pechos desnudos con las<br />

manos, y los alzó, y los acercó a la cara de un Campbell que aún sonreía a la luz<br />

del verano.<br />

Campbell miró a Verónika, miró la cara arrebatada de Verónika, miró los<br />

ojos cerrados de Verónika, y la boca entreabierta de Verónika, que no cesaba de<br />

susurrar, y los gordos y desnudos y rosados pechos de Verónika, sostenidos por<br />

las manos de Verónika, casi sobre su cara, y se pasó lentamente las manos por el<br />

vientre y los muslos, y se dijo, calmo, que él era él, y que ése era un mediodía de<br />

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