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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Y compró, dijo Mariann, esa noche, la voz como si se interrogara sobre sus<br />

determinaciones, a Eduardo Campbell, el refinado descendiente de un soldado<br />

irlandés que llegó a Buenos Aires, en 1806 o 1807, con las tropas británicas. Pero<br />

las tropas británicas, dirigidas por generales majestuosos y aficionados al<br />

alcohol, fueron vencidas y humilladas en las calles de Buenos Aires. Y<br />

Campbell, a quien los criollos le perdonaron la vida, no regresó a Inglaterra, y<br />

tampoco a Dublín, una ciudad de poetas furiosos y de herejes y de borrachos e<br />

hipócritas, y se dedicó al contrabando y a cultivar la amistad del general José<br />

Artigas. Alimentó a los famélicos seguidores del jefe oriental e hizo fortuna.<br />

Eduardo Campbell se encargó de la ingrávida tarea de dilapidar lo que quedaba<br />

de ella. Y, naturalmente, Eduardo Campbell se ofertó a Mariann. Y Mariann lo<br />

compró.<br />

Verónika tiene los ojos de Ernst, dijo Mariann, esa noche, la voz no muy<br />

alta ni fría ni cálida. Verónika dice que lo suyo es suyo, pese a que Ernst amaba<br />

las lilas.<br />

Y Verónika dijo que Eduardo Campbell, con su pelo rojo, su cuerpo de<br />

niño bien y sus modales de caballero rioplatense, era suyo. Eduardo Campbell,<br />

que aún es un niño bien, supuso que podía engañar a Verónika como Pedro<br />

Campbell engañó a las vivanderas y administradores del general Artigas.<br />

Campbell, dijo Mariann, viajaba con frecuencia a Montevideo. Por<br />

negocios, se excusaba Campbell, una sonrisa en la boca que pedía comprensión<br />

para sus preocupaciones empresariales. Verónika se obstinó en acompañarlo:<br />

los negocios de él, el tiempo de él, y él mismo, eran suyos, dijo Verónika, con el<br />

balbuceo vehemente de la niña que se ofrece, antes que las otras, para lo que la<br />

maestra disponga. Eduardo Campbell confió que la suerte, el destino o como se<br />

llamara su habilidad de jugador lo librarían de ese acoso abominable. Campbell<br />

no logró disuadir a Verónika y, durante algún tiempo, se dijo, tal vez atónito,<br />

tal vez desesperado, que la noche de los sueños perversos parece no tener fin,<br />

pero que el día llega y uno regresa al sereno goce de la vida.<br />

Exhibió, entretanto, en los campos de Mariann, sus dotes de hombre<br />

ducho en la faena rural. Informado, también, y gaucho, pese a la elegancia de<br />

sus ademanes, que aún no perdió, y a una sonrisa que supo cautivar a una que<br />

otra tonta en uno que otro salón porteño, y que se abstuvo de lucir entre<br />

paisanos que calzaban máscaras enfáticas y no largaban palabras al voleo.<br />

Lo que sucedió, no mucho más tarde que Verónika se entregara, con una<br />

torpeza frenética, a los hábitos de la esposa previsible, pero todavía nimbada<br />

por los resplandores del noviazgo, Mariann pudo adivinarlo con tanta<br />

puntualidad como si lo leyese en un libro. Y el resto, las páginas que rehusó leer<br />

porque las previó reiterativas o menos ominosas de lo que esperaba, se lo contó<br />

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