Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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alcohol en Mattaldi, se caía los sábados por el Malcolm, cuando la milonga se volvía entrevero, pierna y silencio. Su perfil pálido se pegaba a mi pecho. Y yo pensaba: va a engordar. Pero su cintura era fresca, todavía, y ella estampó su letra en mi cuerpo. Soy un Libro Mayor. Entradas. Salidas. Debe. Haber. Kurt, también, me puso unas líneas, a fines del ‘36. Veníte, Pablo. Aquí hay lugar para vos. Un lugar para pelear y para ganar como no recuerdo otro. Los franquistas no van a entrar en Madrid; por fin, tenemos armas. Un compatriota, Bertolt Brecht, me leyó uno de sus poemas. Habla de nosotros: somos los imprescindibles, dice. Habla de mí, que me llamo Kurt Berger y tengo cuarenta y dos años, y fui estibador en Hamburgo. Y habla de vos. Veníte, Rubio. Y eso quedó anotado. Y tipos que salían de no sé dónde, daban vuelta sus bolsillos y gritaban, borrachos de coraje, anotá en ese libro, carajo. Para que tengamos pan y tierra. Para Asturias. Para que vivamos nosotros, a los que las rodillas se nos ven. Para Pedro Rojas. Anita lloró sobre mi hombro. Anita, que iba a engordar; Anita, con esos labios de madre, blandos, golosos, en los bailongos del Malcolm. No cerré el Libro Mayor. Voy, escribí. 1 El hombre de los anteojos de montura de acero deslizó un revólver niquelado sobre la tabla del escritorio. Como quien deposita, en lugar seguro, un pequeño animal herido. Pablo vio unas manchas de luz en los ángulos de las paredes; supuso que sería mediodía. El estómago le crujía de hambre. Tuvo ganas de pedir un trago o un cigarrillo, pero dijo: —No terminé. 2 Mi padre, que se llama David, cruzó los Alpes a pie, y en Lyon se ofreció como operario en las acerías Schneider. Mi tío, que se llamaba Pablo, también. Pagan poco, dijo mi tío, que había sido sargento en las tropas de Garibaldi. 72

Paro, dijo mi tío. Mire: éste es él. Rubio, pañuelo al cuello, bombachones. Escribió en la foto: Messina. Viva lo que viene. Tomamos cerveza en una brasserie, contó mi padre, una tarde de mayo. Pablo gustaba de las mujeres. Y del camembert. Al paro, hermano, dijo. Yo no, dijo mi padre. Pablo era mayor que yo, contó mi padre, y a mí me resultó imposible adivinar su pensamiento. Esa cara, hijo, había recorrido la ruta de Sicilia a Roma. Esa cara conoció la muerte. Y la traición, creo. Mazzini, los acuerdos con el Vaticano, las indecisiones de Giuseppe, esas sordideces de la política. Pero con la segunda vuelta de cerveza entre nosotros, no vi que se le alterase un solo músculo de la cara. Masticó un pedazo de ese queso repugnante, y me dijo llevate mis medallas. Dáselas a tu primer hijo. Que juegue con ellas, que sirvan para algo. Me acuerdo como hoy: la rue Cherche Midi, el olor del mar y de ese maldito camembert, y tu tío que apartaba de sí, indiferente, unos pequeños y opacos discos de metal. Mi padre cree en Dios. Y se embarcó para Buenos Aires. Tuvo ocho hijos con una profesora de francés: yo fui el primero. A los nueve años, me llevó a un andamio. El salario no alcanza, dijo. Tus hermanos y tu madre deben comer todos los días. Por lo demás, el Señor proveerá. A los quince años, le contesté: —Tu Dios no es el mío. Primera escritura en el Libro. Vino Firmat. Y vino una mañana, en un remoto rincón de la pampa gringa, la partida que tira con Remington, y el tipo que avanza a mi lado se dobla, con un boquete en el pecho, tose sangre, y yo miro, amigo, el esplendor de esa sangre, el cielo dorado, limpio, las moscas verdes y zumbonas que ennegrecen la sangre, y a Kurt, los ojos vacíos en la cara gris, Pablo, brüder, y me dejo llevar porque no era mi turno. Y la noche que mataron a Ulpiano Suárez. Y el sábado que hablé, desde una tribuna, en Plaza Italia —el sol de la llanura en el cogote, la palidez de los sótanos carcelarios debajo de los ojos— para los hombres que agitaban sus pesos arrugados ante mi nariz, y ordenaban para que revienten los señores falangistas sentados en un café. Entre esos hombres estaba mi padre, que cree en Dios y no perdona. Se acercó a mí. —Sos un buen orador —dijo. —Lo dudo, pero no es para afligirse. —Tu madre te extraña. Entramos a un bar y pedí cerveza. —Los muchachos, ¿cómo están? —pregunté. —Se mueren —dijo el viejo. Levantó la cabeza, y esos ojos acuosos bajaron por mi cara, mi bigote, mi 73

Paro, dijo mi tío. Mire: éste es él. Rubio, pañuelo al cuello, bombachones.<br />

Escribió en la foto: Messina. Viva lo que viene.<br />

Tomamos cerveza en una brasserie, contó mi padre, una tarde de mayo.<br />

Pablo gustaba de las mujeres. Y del camembert. Al paro, hermano, dijo. Yo no,<br />

dijo mi padre. Pablo era mayor que yo, contó mi padre, y a mí me resultó<br />

imposible adivinar su pensamiento. Esa cara, hijo, había recorrido la ruta de<br />

Sicilia a Roma. Esa cara conoció la muerte. Y la traición, creo. Mazzini, los<br />

acuerdos con el Vaticano, las indecisiones de Giuseppe, esas sordideces de la<br />

política. Pero con la segunda vuelta de cerveza entre nosotros, no vi que se le<br />

alterase un solo músculo de la cara. Masticó un pedazo de ese queso<br />

repugnante, y me dijo llevate mis medallas. Dáselas a tu primer hijo. Que juegue con<br />

ellas, que sirvan para algo. Me acuerdo como hoy: la rue Cherche Midi, el olor del<br />

mar y de ese maldito camembert, y tu tío que apartaba de sí, indiferente, unos<br />

pequeños y opacos discos de metal.<br />

Mi padre cree en Dios. Y se embarcó para Buenos Aires. Tuvo ocho hijos<br />

con una profesora de francés: yo fui el primero. A los nueve años, me llevó a un<br />

andamio. El salario no alcanza, dijo. Tus hermanos y tu madre deben comer todos los<br />

días. Por lo demás, el Señor proveerá.<br />

A los quince años, le contesté:<br />

—Tu Dios no es el mío.<br />

Primera escritura en el Libro. Vino Firmat. Y vino una mañana, en un<br />

remoto rincón de la pampa gringa, la partida que tira con Remington, y el tipo<br />

que avanza a mi lado se dobla, con un boquete en el pecho, tose sangre, y yo<br />

miro, amigo, el esplendor de esa sangre, el cielo dorado, limpio, las moscas<br />

verdes y zumbonas que ennegrecen la sangre, y a Kurt, los ojos vacíos en la cara<br />

gris, Pablo, brüder, y me dejo llevar porque no era mi turno. Y la noche que<br />

mataron a Ulpiano Suárez. Y el sábado que hablé, desde una tribuna, en Plaza<br />

Italia —el sol de la llanura en el cogote, la palidez de los sótanos carcelarios<br />

debajo de los ojos— para los hombres que agitaban sus pesos arrugados ante mi<br />

nariz, y ordenaban para que revienten los señores falangistas sentados en un café.<br />

Entre esos hombres estaba mi padre, que cree en Dios y no perdona. Se acercó a<br />

mí.<br />

—Sos un buen orador —dijo.<br />

—Lo dudo, pero no es para afligirse.<br />

—Tu madre te extraña.<br />

Entramos a un bar y pedí cerveza.<br />

—Los muchachos, ¿cómo están? —pregunté.<br />

—Se mueren —dijo el viejo.<br />

Levantó la cabeza, y esos ojos acuosos bajaron por mi cara, mi bigote, mi<br />

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