Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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Una lámpara en su mesa; y el resto, oscuridad. Una pieza grande y fría, sin<br />
ventanas. Una luz vaga sobre la mesa, y él, detrás de la luz, con el poncho<br />
colgándole de los hombros y el cigarro apagado en la boca. Sos vos, dijo. Y le<br />
brillaron los dientes en algo que fue mueca o risa.<br />
Soy yo.<br />
No firmo.<br />
Usted sabrá, don Ulpiano.<br />
Suárez, casi con desdén, hizo fuego.<br />
Me tiré al suelo, y gatillé. La primera bala le dio donde se le terminaba la<br />
barba; la segunda destrozó la lámpara. Lo vi caer, a través del relámpago de los<br />
fogonazos.<br />
Estoy cansado: será por eso que, me parece, hablo de otro, de lo que le<br />
sucedió a otro. Y, sin embargo, ahora, oigo su risa de lobo, veo un círculo de luz<br />
en su pecho, la barba negra, las interminables paredes entre las que discurre la<br />
abominable imperturbabilidad de su elección. Y lo vuelvo a matar. Y, ahí<br />
nomás, salgo, sin apuro, de la vasta habitación que huele a pólvora y humedad,<br />
a la sangre que impregna el piso de cemento, a esa cara de cera —tumbada en lo<br />
alto de una silla— que exuda el intacto desprecio del jugador al que siempre le<br />
sobra resto.<br />
Ganamos la huelga. Me chupé veintiséis meses en los sótanos del<br />
Departamento de Policía de La Plata. Mi coartada era buena. Deseché las<br />
perfectas: sólo sirven para perderlo a uno. La mujer juró, ante el juez, que yo<br />
había pasado con ella la noche que mataron a Ulpiano Suárez. Hasta Anita le<br />
creyó, lo que es mucho decir. Describió su pasión y la mía, exhibió sus gestos<br />
espontáneos y febriles, revivió escrupulosamente los choques innumerables, los<br />
bruscos quejidos, las devastaciones que un amanecer otoñal descubre en la<br />
fatiga de dos cuerpos. La noche que mataron a Ulpiano Suárez yo estuve con<br />
ella, laceré su piel y mi lengua lamió sudor en los pliegues de sus sobacos, y<br />
baba granulosa allí donde nacen las piernas. Catalina, la llamé. Tenés memoria,<br />
dijo ella, soñolienta, espesa, satisfecha. Me largaron. Tapame, dijo ella. Tapame,<br />
guacho, que tengo frío.<br />
Viajé, entonces, ese domingo, de Villa Bosch a Chacarita: repasé los opacos<br />
invernaderos de la Agronomía, el cementerio inglés. ¿Conoce el sabor de ese<br />
trago que no se repite dos veces; de ese paisaje que nunca será igual a sí mismo;<br />
de ese vano, melancólico intento de retener una hebra del tiempo?<br />
—No me apasiona la metafísica —dijo el hombre de los anteojos de<br />
montura de acero—. Únicamente los burgueses aspiran a la eternidad.<br />
Volviste, dijo Anita.<br />
La conocí en el Malcolm. Ella, que apilaba tambores de cincuenta litros de<br />
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