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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Y, ahora, entra Anita. Buena mano, la de Anita. Alguna vez cacé perdices.<br />

Y Anita las preparaba con vino blanco. Sos un horno, me decía. Yo paseaba mi<br />

boca en el ángulo que formaban su cuello y el hombro. Volviste, dijo Anita,<br />

cuando se terminó el asunto de Suárez. Pobrecita: creyó que me sepultaban en<br />

el Sur para el resto del viaje. Veintiséis meses engayolado. No fue fácil la cosa.<br />

Un domingo, de madrugada, recuperé la libertad. Viajé hasta la casa de Kurt, en<br />

Villa Bosch. Tomamos mate hasta que salió el sol.<br />

¿Cómo te sentís?, me preguntó Kurt. Se soporta, le respondí, si uno está<br />

convencido de lo que es. ¿Te pegaron?, me preguntó Kurt. Ellos hicieron lo suyo. Y yo<br />

lo mío.<br />

El alemán me miró y se tocó la cabeza. ¿Y esto? Duermo, Kurt. ¿Y el finado?<br />

Le rinde cuentas a Dios. Dormís, Rubio. Duermo, Kurt. ¿Dormís sin pesadillas, Rubio?<br />

Había que ganar la huelga, compañero.<br />

Yo era secretario del Sindicato de Carpinteros, Aserraderos y Anexos, y la<br />

huelga llevaba tres meses. Tres meses largos. Ulpiano Suárez aguantaba de<br />

firme: el único patrón de San Fernando que no había firmado el pliego de<br />

condiciones. Ulpiano Suárez, hombre duro, que supo matar a Azevedo<br />

Bandeira, un tropero rico y de muchas mentas, un zorro cruel y enfermo que,<br />

una tarde, descargó su fusta en la espalda de una mujer que compró para que lo<br />

entretuviese en sus horas de insomnio. No la toque, don, dijo Ulpiano. Y puede<br />

creerme: esas cuatro palabras, en la boca de Ulpiano, mordidas y bajas, con el<br />

cigarro apagado entre los dientes, eran un exceso de elocuencia. Callate, vos, rió<br />

Bandeira. Suárez se calló, claro. Desnudate, ordenó Bandeira a la mujer, para que<br />

este infeliz vea lo que hago con vos. Ulpiano bajó a Bandeira de un solo tiro: en la<br />

cara, fijesé.<br />

No firmo, dijo Suárez, que hablaba muy poco y de manera abrasilerada. Ni<br />

que me maten. Hombre duro, Ulpiano Suárez. No firmo. Ni que me maten, dijo.<br />

Iba en el pescante del carro, la barba negra, los ojos como cerrados, la<br />

escopeta sobre las rodillas, el Smith-Wesson en la cintura. Y nadie se le atrevía.<br />

Volteó a dos, que se le cruzaron, camino al puerto de Tigre. Apenas si movió las<br />

manos. Los que escaparon, contaban que encendió un cigarro y siguió viaje.<br />

Embarcó la madera en tres lanchones, de espaldas al mundo, y después, cuando<br />

el sol penetró en el río, en esa hora lánguida y agobiante del atardecer, se dio<br />

vuelta y rumbeó para el boliche. Los parroquianos se amontonaron en los<br />

rincones, callados. Caña, pidió Ulpiano Suárez. Y sirva una vuelta a los señores. Yo<br />

pago.<br />

Tres meses es mucho tiempo para una huelga. Lo fui a buscar, una noche,<br />

a su casa. Tenía algunos hombres de guardia. Pero los esquivé. Esas cosas se<br />

aprenden cuando uno se tira a más.<br />

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