Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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09.05.2013 Views

Atención, Pablo, al veneno. —Ya, Kurt, ya. —Piel y huesos, Pablo. —¿Qué? —Das lástima. —¿A quién, Kurt? —Esa viuda va a acabar con vos, muchacho. —Uno se tiene que morir, Kurt. Y de todas las formas que conozco... —Hice las cuentas con el gringo. —Catalina, Kurt. —La cuadrilla se va, Pablo. —La puedo sosegar, Kurt. Y cada tantos años me compro unas hectáreas de mi flor. Y los domingos, después de misa, tomo el vermú con el notario, el médico, el jefe de la estación, el gerente del banco. Y, de vez en cuando, la amanso a la Catalina, le sobo el lomo con el rebenque. Y la bagnacauda, qué maravilla. —Desgraciado —y Kurt casi me pegó. —La cuadrilla se va, Kurt. —Pablito, en el pueblo puedo presentarte algunas chicas que conozco. —Que sean buenas para el olvido, Kurt. 1 Aquí hablan de usted, dijo, pausadamente, el hombre, y golpeó, con una regla de madera, el papel extendido en el desnudo escritorio. Alzó la cabeza; sus anteojos tenían montura de acero. Es lo que suponía, le respondió Pablo. Frente a él, en la pared, había dos fotografías enmarcadas. En una, La Pasionaria; Stalin, en la otra. Ella, con su gran boca intrépida, abierta, y su cara trágica, vestida de negro, y más allá, a cielo abierto, la multitud estremecida por la arenga fulgurante. Se entretuvo imaginando esa cara, los párpados cerrados, sobre una almohada, en el aire estancado de una habitación, entregada al furor del acoplamiento. Movió la cabeza, sorprendido: herejía y puentes quemados. —Perdón —musitó Pablo—. ¿Me hablaba? —Siéntese —dijo el hombre de los anteojos de montura de acero. 68

2 Me quedé en Firmat. Y sí, eran buenas para el olvido. Llegaban a la pieza de la pensión —un boliche de campaña, ¿sabe?— y se desnudaban. La historia de siempre. Las monótonas descripciones de furtivos encuentros con los notables de la zona, en quilombos discretos y poco ruidosos, los pesos deslizados bajo un vaso, en la mesita de luz —uno de estos días, negra, te llevo a conocer Buenos Aires. En cuanto me llame el presidente del Partido—, el dilatado asombro de la primera seducción, el chico al cuidado de la abuela, las nanas de los chicos, las largas siestas, las farras de hombres maduros entre espejos, alfombras, tulipas y persianas cerradas, algún cachetazo en las nalgas, la risotada astuta, una habanera en la victrola, el humo de los cigarros, el engorde de la hacienda, las complicaciones ginecológicas de esposas prematuramente marchitas, el estado de los pastos, los crepúsculos, el hastío. Sos callado, vos, comentaban las conocidas de Kurt. Quizá sus piernas fueran hermosas; quizás un azorado brillo de misterio les adornase los ojos, pero yo dejaba que se marcharan, y prendía un negro. Catalina estaba allí, rabiosa y perpleja. Me tenés miedo. Junté las pilchas, las pocas que alcancé a arrancar de sus manos, y seguí los pasos de Kurt. Flojo. Te llenó la cabeza el ruso. Andá, hacete matar, guacho. 1 —¿Quiere decirme que no conoce el texto de esta carta? —preguntó el hombre de los anteojos de montura de acero. —No —sonrió Pablo. —¿No se le ocurrió abrirla desde que salió de Buenos Aires? —¿Para qué? Yo necesitaba una presentación. Se la pedí al Partido; me la dieron. Y la traje para que ustedes sepan quién soy. Eso es todo. El hombre se quitó los anteojos: pareció indefenso, una máscara que se desarma, inerme. Y la desnudez dijo, como si se hablara a sí mismo: —Es curioso. Muy curioso. Ulpiano Suárez pudo limpiarme. Hombre rápido, Ulpiano Suárez, para el revólver. Como ninguno que haya conocido. Y duro. Con mucha vida detrás. Demasiada, tal vez. 69

Atención, Pablo, al veneno.<br />

—Ya, Kurt, ya.<br />

—Piel y huesos, Pablo.<br />

—¿Qué?<br />

—Das lástima.<br />

—¿A quién, Kurt?<br />

—Esa viuda va a acabar con vos, muchacho.<br />

—Uno se tiene que morir, Kurt. Y de todas las formas que conozco...<br />

—Hice las cuentas con el gringo.<br />

—Catalina, Kurt.<br />

—La cuadrilla se va, Pablo.<br />

—La puedo sosegar, Kurt. Y cada tantos años me compro unas hectáreas<br />

de mi flor. Y los domingos, después de misa, tomo el vermú con el notario, el<br />

médico, el jefe de la estación, el gerente del banco. Y, de vez en cuando, la<br />

amanso a la Catalina, le sobo el lomo con el rebenque. Y la bagnacauda, qué<br />

maravilla.<br />

—Desgraciado —y Kurt casi me pegó.<br />

—La cuadrilla se va, Kurt.<br />

—Pablito, en el pueblo puedo presentarte algunas chicas que conozco.<br />

—Que sean buenas para el olvido, Kurt.<br />

1<br />

Aquí hablan de usted, dijo, pausadamente, el hombre, y golpeó, con una<br />

regla de madera, el papel extendido en el desnudo escritorio. Alzó la cabeza;<br />

sus anteojos tenían montura de acero.<br />

Es lo que suponía, le respondió Pablo. Frente a él, en la pared, había dos<br />

fotografías enmarcadas. En una, La Pasionaria; Stalin, en la otra. Ella, con su<br />

gran boca intrépida, abierta, y su cara trágica, vestida de negro, y más allá, a<br />

cielo abierto, la multitud estremecida por la arenga fulgurante. Se entretuvo<br />

imaginando esa cara, los párpados cerrados, sobre una almohada, en el aire<br />

estancado de una habitación, entregada al furor del acoplamiento. Movió la<br />

cabeza, sorprendido: herejía y puentes quemados.<br />

—Perdón —musitó Pablo—. ¿Me hablaba?<br />

—Siéntese —dijo el hombre de los anteojos de montura de acero.<br />

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