Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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Una lectura de la historia Esto es Albacete; hasta aquí llegaste, estúpido. 1 2 66 A Carlos Gorriarena En Firmat, el cielo era una plancha pálida y candente que giraba sobre el lomo de los caballos, el campo azulado, las casas dispersas. Paramos en una chacra de gringos, donde nos mezquinaron el vino. Buen equipo el nuestro. Bueno como el mejor. Y la piamontesa tenía el pelo negro y largo. Brillante. Suave. Y la piel blanca y perfumada. Viuda, la piamontesa, si quiere saberlo de entrada. Un asesino que ningún juez condenaría. Y yo, con veinticinco años en el cuerpo. Y los sesos derretidos por el sol. El hijo se le escapó al viejo. Y a esa llanura de fuego, a ese cielo, y a la hermana. Al infierno calzado en alpargatas blancas, y con un vestido que mostraba más de lo que cualquier podía soportar sin que se le secara la boca, sin que se le estropeara la vida. Yo entré, ciego, a su pieza, los pies descalzos sobre las baldosas frescas; yo vi la ancha cama matrimonial; yo la vi, el sudor chispeándole en el vientre desnudo; yo la oí. Le digo: ese muchacho no estaba loco. El desagradecido, se quejaba el viejo. A la matina, tu gue il rocío; al mezzogiorno, fa caudo; a la sera, le sqüiur. Entonces, nos contrató. Yo manejaba la trilladora y el hombre quería el trigo seco, sano, limpio y trillado, embolsado y puesto en vagón. Ocho caballos y uno de cadenero: no era chiste. Y la piamontesa. Y la bagnacauda. Sardinas, queso, ajo, apio, pollo deshuesado, manteca y crema. Bagnacauda, comida de invierno. El cielo ardió. El vino que pagamos nosotros y el que aportó la mujer —ligero y rosado, que le desataba a uno la risa—, el sopor que se levantó de la tierra en silencio, la viuda
y sus sonrisas indolentes, el filo de los dientes contra el borde del vaso para no saltar sobre esos labios y morderlos hasta que sangrasen, el calor, la sed, y mi piel fría, las piernas encogidas en el colchón de chala que me tocó en suerte, en el galpón de los peones, los ojos abiertos en la oscuridad. Sudé como afiebrado. Terminé en su cama, ella sobre mí, manos y boca y piernas sobre mí. “No grités”, me cuchicheó al oído. “O gritá. Total...” Oí contar, a algunos tipos, por esos caminos de Dios, cómo quedaban después de una estaqueadura en los fortines de frontera. Así me sentí yo, con la bagnacauda a medio digerir y la viuda galopándome. Con todo, la madrugada llegó demasiado velozmente. —No te vayas —dijo ella. —Tu viejo. —Quedate. —Los compañeros. —Quedate. —Catalina. —¿No te gusto? Lo demás, créame, era retórica. —La mía es una casa sin hombre —sopló ella en la oscuridad. Le respondí, laxo, sometido a sus manos incesantes: —Vamos, Catalina. Ella largó una risita seca. —Vos sos un hombre. Ellos... Una saliva amarga le creció en la boca. La tragué: el postre después de la bagnacauda. —Ellos... Infelices. Mi viejo no sirve para nada; sólo piensa en sus ahorros, enterrados vaya a saber dónde. Mi marido, un asmático, adoraba las cataplasmas de lino que la madre le desparramaba por el pecho. Se murió de un síncope. Y mi hermano, ja, que se me va de la chacra, cagado como vaca en viaje. El chiflado debe andar por el Paraná, en bote, solo, picado por los mosquitos, dándole al remo y a la caña de pescar. Volvió a reírse, despacio, en la noche alta. No tan ido ese chico, me dije. Y yo también reí. —Te gusto, Pablo —murmuró la viuda—. Quedate, Pablo. Te monto, Pablo. No parés, no parés, Pablo. —Hombres como nosotros —declaró Kurt, esa mañana, por encima del estallido del sol, del estruendo de la trilladora—, hombres como nosotros, ¿me oís?, necesitan una compañera. Para la pelea y para la cama. Es una ecuación, Rubio. Si falla uno de los términos, la ecuación no funciona. Y esa mujer quiere convertirte en un patrón, con cuenta en el banco, peonada, sulky y misa. 67
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saltar sobre esos labios y morderlos hasta que sangrasen, el calor, la sed, y mi<br />
piel fría, las piernas encogidas en el colchón de chala que me tocó en suerte, en<br />
el galpón de los peones, los ojos abiertos en la oscuridad. Sudé como afiebrado.<br />
Terminé en su cama, ella sobre mí, manos y boca y piernas sobre mí. “No<br />
grités”, me cuchicheó al oído. “O gritá. Total...” Oí contar, a algunos tipos, por<br />
esos caminos de Dios, cómo quedaban después de una estaqueadura en los<br />
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viuda galopándome. Con todo, la madrugada llegó demasiado velozmente.<br />
—No te vayas —dijo ella.<br />
—Tu viejo.<br />
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—Los compañeros.<br />
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—Catalina.<br />
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Lo demás, créame, era retórica.<br />
—La mía es una casa sin hombre —sopló ella en la oscuridad.<br />
Le respondí, laxo, sometido a sus manos incesantes:<br />
—Vamos, Catalina.<br />
Ella largó una risita seca.<br />
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—Ellos... Infelices. Mi viejo no sirve para nada; sólo piensa en sus ahorros,<br />
enterrados vaya a saber dónde. Mi marido, un asmático, adoraba las<br />
cataplasmas de lino que la madre le desparramaba por el pecho. Se murió de un<br />
síncope. Y mi hermano, ja, que se me va de la chacra, cagado como vaca en<br />
viaje. El chiflado debe andar por el Paraná, en bote, solo, picado por los<br />
mosquitos, dándole al remo y a la caña de pescar.<br />
Volvió a reírse, despacio, en la noche alta. No tan ido ese chico, me dije. Y<br />
yo también reí.<br />
—Te gusto, Pablo —murmuró la viuda—. Quedate, Pablo. Te monto,<br />
Pablo. No parés, no parés, Pablo.<br />
—Hombres como nosotros —declaró Kurt, esa mañana, por encima del<br />
estallido del sol, del estruendo de la trilladora—, hombres como nosotros, ¿me<br />
oís?, necesitan una compañera. Para la pelea y para la cama. Es una ecuación,<br />
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convertirte en un patrón, con cuenta en el banco, peonada, sulky y misa.<br />
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