Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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profundos. —Te buscan, Pablo —le dije. —Volviste, mi viejo. —Pablo, te buscan. —¿Cuánto hace que no nos veíamos? ¿Te curaste? Y el viaje, ¿qué tal? —Ninguna cura. Ningún viaje. —¿Quién me busca? —Hombres. Argentinos. E impacientes. —¿Estás bien? —Estoy bien. —Descansá —dijo Pablo, y me sonrió, pero sus ojos miraban a otro, o nada, pero no a mí—. Voy a hablar con ellos. —¿Vas a hablar con ellos? —Descansá: no estás para entender. —Puede ser: me abrieron dos veces la cabeza. —Oh, no... Disculpá, Arturo... Carajo... —Entonces, pegá la vuelta, Pablo, ¿qué vas a decirles a esos argentinos impacientes? —Arturo, Arturo... Conozco a los muchachos: nos criamos en el mismo barrio... Van a entender lo que yo les diga... En los primeros minutos de la madrugada, Antonio y Lola se enteraron de que la muerte llegó a Pablo desde la boca de tres pistolas de gatillo suave y aceitado. Miguel, didáctico como un profesor de tránsito urbano, les encendió, esa noche, el aparato de televisión, para que compartieran la legitimidad de los entusiasmos de un taxista porteño por Saint-Exupéry, poeta. 60
Un tiempo muy corto, un largo silencio 61 A Jorge Onetti, otra vez Me parece que disfruto de un buen momento. La muchacha del quinto piso se depila las cejas, pasea un espejo de mano por su perfil derecho y, después, por el izquierdo; alza el mentón, lo baja; acerca su cara a una lámpara de pie. Se sienta, ahora, en una cama de patas gruesas y cortas, y me permite que vea sus muslos largos y blancos. La muchacha mira a su alrededor: estira una mano y levanta, de la mesa de luz, un paquete de cigarrillos. Acecho, a veces, desde esta platea alta y a oscuras, la actuación muda de esa chica: me distrae. Golpean en la puerta del departamento, prendo la luz. Miro: mirada rápida, circular, profesional. Todo en orden: los diarios de la mañana y los vespertinos, apilados sobre la mesa; la máquina de escribir con su funda negra; el block de hojas manifold; los sobres de vía aérea; el Larousse ilustrado; Hammett y Chandler completos en el estante que clavé sobre el bargueño, y el botellón de coñac sobre la tapa del bargueño. Abro la puerta del departamento: Carlos. —Le pega. —Ahhh... Y mami, ¿qué hace? —Se ríe. Está allí, el pelo rubio tocado por la pálida luz del pasillo, delgado y más alto que sus once años de edad. —Pasá —le digo. Él entra al departamento, mira el bargueño, el sable bayoneta y las boleadoras colgados de la pared en la que se apoya el bargueño, y una reproducción de Lautrec, y camina hasta el dormitorio. Los pechos de la muchacha del quinto son pequeños y duros, seguramente. Pero yo los veo flojos bajo la blusa blanca. La muchacha alza su cara y sonríe: un tipo alto y buen mozo le besa la nuca. —¿Aquí vivís vos? —pregunta Carlos. —Sí.
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A Jorge Onetti, otra vez<br />
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después, por el izquierdo; alza el mentón, lo baja; acerca su cara a una lámpara<br />
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que vea sus muslos largos y blancos.<br />
La muchacha mira a su alrededor: estira una mano y levanta, de la mesa<br />
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Acecho, a veces, desde esta platea alta y a oscuras, la actuación muda de<br />
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rápida, circular, profesional. Todo en orden: los diarios de la mañana y los<br />
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Abro la puerta del departamento: Carlos.<br />
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Está allí, el pelo rubio tocado por la pálida luz del pasillo, delgado y más<br />
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Él entra al departamento, mira el bargueño, el sable bayoneta y las<br />
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