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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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—Ladran —dijo Miguel —. Calladitos los quiero.<br />

—Vení — le dijo Ahumada, desde la puerta de la pieza, a Miguel.<br />

—¿Qué van a hacer con Pablo?<br />

—Miguel —dijo Ahumada—, el loquito pregunta qué vamos a hacer con<br />

Pablo.<br />

—Vamos a conversar —dijo Miguel—. Como amigos.<br />

—Van a conversar —dijo Ahumada—. Los amigos conversan.<br />

—No te movás —me dijo Miguel—. Mañana les mandamos la perrera.<br />

—Sí.<br />

—Dijo sí, Miguel —dijo Ahumada.<br />

—Aprecio a la gente comprensiva, locos incluidos —dijo Miguel.<br />

—Aprecia a la gente comprensiva, vos incluido —dijo Ahumada.<br />

Traté de explicarle a Alice que no me considero un políglota. Y que, por ello, tuve<br />

excesivas dificultades con la República de Francia. Elizabeth gime en la cama: es lo<br />

menos que pude decirle, a Alice, de una profesora de filosofía, de nacionalidad incierta.<br />

La portera, que todas las mañanas le traía la ropa limpia, alcanzó a escuchar los<br />

maullidos de Madame. Supuso lo peor: Landrú. Y los siete policías que subieron con ella<br />

hasta el quinto piso no se mostraron satisfechos con mis balbuceos. Y mi pasaporte les<br />

endureció las caras. Argentina, dijeron, e intercambiaron miradas sagaces. Madame se<br />

asomó al interrogatorio, envuelta en una bata, y les habló con la levedad, la pureza y la<br />

impertinencia de un hilo de agua que corre por las grietas de la montaña, para usar una<br />

metáfora a la que apelan los malos poetas, no importa la edad que tengan. Los<br />

interrogadores escucharon, sin desfallecer, la historia que Madame desgranó. Y<br />

accedieron, por fin, a devolverme una cierta pero menguada forma humana.<br />

Yo no gimo, dijo Alice.<br />

Y yo, muñequita, aborrezco la niebla londinense, las codornices a la castellana, los<br />

guerreros fascistas y sus mierdosos descendientes... ¿Sigo?<br />

Salté, por la ventana, hacia la calle. Parado en la vereda esperé, durante<br />

unos segundos. Lloviznaba. Me raspé las manos contra la pared y caí de rodillas<br />

en la vereda. Esperé, durante unos segundos, que se encendieran los faros de<br />

los autos, que los hombres de los autos gatillaran sobre mí sus armas grandes y<br />

negras. Lloviznaba.<br />

Lo encontré a Pablo a unas diez cuadras de la casa de Antonio. Caminaba,<br />

sin apuro, los hombros caídos, y golpeaba, con el revés de la mano, los yuyos<br />

que crecían por encima de ocasionales alambres, en unos baldíos lodosos y<br />

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