Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Antonio derrumbó la pila de monedas sobre la mesa, pausadamente, sin mirarnos. No estábamos en un bar ni éramos protagonistas de una película americana: no le servirían una copa por esas monedas. Y él, puedo asegurarlo, la necesitaba. Y yo. Y, quizá, Lola. Antonio guardó las monedas en un bolsillo del pantalón. —Llueve —volvió a murmurar Lola, y su cara no sonreía—. Múdense y les irá bien, dijeron. —Pablo tiene ganas de verte —dijo Antonio, poniéndose de pie—. Fue largo el viaje, ¿no? No muy largo, muchacho. Apenas hasta un viejo cine, vacío y silencioso, en el que se permite fumar. Uno se sienta en la anteúltima fila de butacas y prende un cigarrillo, y Pat Garret va en busca del inevitable espejo, de la mecedora en el porch, de la repentina vejez. La mujer me pidió fuego; la llama del encendedor iluminó los cristales oscuros de sus anteojos. —¿Usted es Arturo Reedson? —preguntó. —Algunas veces. —Recuerde Madrid. Recuerde el piso de Vicente. Yo soy Alice. Golpearon la puerta. Antonio, desde la cocina, me gritó: —Abrí. Debe ser la Hilda. —¿La Hilda? —Una loca —cuchicheó Antonio—. Anda detrás de Pablo, la pobre. Buena chica, no vayas a creer. Pero muy loca. —Furores uterinos —sugerí. —Calentura —tradujo Antonio. —Una zorra —dijo Lola, las manos crispadas en el borde de la mesa—. Y ni siquiera divertida. No abras. Abrí. A veinte meses de la puerta, dos autos, quietos y relucientes bajo la lluvia andrajosa, con motores en marcha y las puertas abiertas. Había gente dentro de los autos. Un tipo alto, gordo y de impermeable, con una pistola grande y negra en la mano, me preguntó: —¿Aquí vive Pablo Ara? Detrás del tipo de la pistola grande y negra, otros dos: uno, morocho, la metralleta colgándole del pecho; otro, bajito y flaco, de anteojos. Los conozco: 54

Jáuregui también los conoció. Se acuestan con las pistolas. Tienen las carnes blandas y pálidas. Y parecen cansados con esas caras de ceniza. No duermen de noche: eso es lo que les pasa. Y sus autos circulan de contramano. La esquina estaba a oscuras, pero Jáuregui vestía una camisa blanca. No tuvo tiempo para que le llegase el miedo: los autos de los tipos que se acuestan con los fierros circulan a contramano. Encendieron los focos de los autos y apuntaron a la camisa blanca y flaca. No podían errar con ese eczema que les cubre las caras. El morocho levantó la voz: —Eh, Miguel, movete. Miguel, el de la pistola grande y negra, se volvió hacia el morocho. —Calma, Ahumada. Calma. Antonio se acercó a la puerta: —¿Qué pasa que...? Miguel le clavó el caño de la pistola en el vientre: —Las manos en la nuca, querido... Eso... ¿Quién sos? —Antonio Ara. —Ah. —Entremos —dijo el bajito—. No aguanto la humedad. Pat Garret esperó, sentado en la mecedora, la salida del sol. Quizá tenía frío. Pensó, quizá, que matar a estúpidos indefensos no fuese el mejor oficio que pudiera elegir un hombre. Pero el oficio estaba ahí, y alguien debía hacerse cargo de él. —Tomemos un café —dijo Alice. Nos sentamos a una mesa del Cosmos, y Alice pidió un café y un coñac. Yo, un cortado. —Me gusta la nieve —dijo Alice. —¿Y Vicente? —le pregunté a Alice. —Cuida a su papá —me contestó. Lola se levantó de su silla, pero Ahumada que, tal vez, reía, la volvió a sentar con un movimiento de la mano más veloz de lo que uno tarda en imaginarlo. —No le hagan nada, por favor —pidió Antonio, con algo que se le quebraba en la voz y, también, en otras partes—. Es mi mujer. —Que se quede quieta —dijo el bajito. Parecía triste y distante, como si saliera de la morgue. 55

Antonio derrumbó la pila de monedas sobre la mesa, pausadamente, sin<br />

mirarnos. No estábamos en un bar ni éramos protagonistas de una película<br />

americana: no le servirían una copa por esas monedas. Y él, puedo asegurarlo,<br />

la necesitaba. Y yo. Y, quizá, Lola. Antonio guardó las monedas en un bolsillo<br />

del pantalón.<br />

—Llueve —volvió a murmurar Lola, y su cara no sonreía—. Múdense y les<br />

irá bien, dijeron.<br />

—Pablo tiene ganas de verte —dijo Antonio, poniéndose de pie—. Fue<br />

largo el viaje, ¿no?<br />

No muy largo, muchacho. Apenas hasta un viejo cine, vacío y silencioso, en el que<br />

se permite fumar. Uno se sienta en la anteúltima fila de butacas y prende un cigarrillo,<br />

y Pat Garret va en busca del inevitable espejo, de la mecedora en el porch, de la<br />

repentina vejez.<br />

La mujer me pidió fuego; la llama del encendedor iluminó los cristales oscuros de<br />

sus anteojos.<br />

—¿Usted es Arturo Reedson? —preguntó.<br />

—Algunas veces.<br />

—Recuerde Madrid. Recuerde el piso de Vicente. Yo soy Alice.<br />

Golpearon la puerta. Antonio, desde la cocina, me gritó:<br />

—Abrí. Debe ser la Hilda.<br />

—¿La Hilda?<br />

—Una loca —cuchicheó Antonio—. Anda detrás de Pablo, la pobre. Buena<br />

chica, no vayas a creer. Pero muy loca.<br />

—Furores uterinos —sugerí.<br />

—Calentura —tradujo Antonio.<br />

—Una zorra —dijo Lola, las manos crispadas en el borde de la mesa—. Y<br />

ni siquiera divertida. No abras.<br />

Abrí. A veinte meses de la puerta, dos autos, quietos y relucientes bajo la<br />

lluvia andrajosa, con motores en marcha y las puertas abiertas. Había gente<br />

dentro de los autos.<br />

Un tipo alto, gordo y de impermeable, con una pistola grande y negra en<br />

la mano, me preguntó:<br />

—¿Aquí vive Pablo Ara?<br />

Detrás del tipo de la pistola grande y negra, otros dos: uno, morocho, la<br />

metralleta colgándole del pecho; otro, bajito y flaco, de anteojos. Los conozco:<br />

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