Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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09.05.2013 Views

Pescados en la playa Nunca supe para qué, pero salimos de vacaciones. Unos amigos —esos amigos animosos e infatigables que reemplazan al plomero o al electricista— nos propusieron un paraje poco frecuentado de la costa uruguaya, ideal, dijeron, para que descansaran nuestras almas. Allí fuimos, y alquilamos una casa tan rápidamente y sin apelar al interminable y odioso papeleo burocrático que demanda la verificación de la honestidad del interesado, que casi me asombró. Las paredes de la casa que alquilamos eran de piedra, pintadas de blanco, y el techo era de fibrocemento, por lo que, a las tres de la tarde, si uno se calcinaba a orillas del mar, podía, en cambio, mugir como una vaca acorralada, y a punto de degüello, en el aire sofocante, bochornoso de la siesta. Por lo demás, las sillas de mimbre, la heladera, la pequeña cocina a gas de garrafa, las cortinas de paja, el cercano bosque de pinos, y el agua corriente que se cortaba al caer la noche, resultaban simpáticos, probablemente y con poco esfuerzo, las veinticuatro horas del día. Salíamos temprano, por las mañanas, hacia la playa; instalábamos, en un lugar protegido del viento, la sombrilla, y yo, entonces, me quedaba ahí, quieto, mirando volar las gaviotas sobre la espuma de las olas del mar. Conozco tipos a quienes la presencia de esa línea intemporal de agua, esa línea infinita color verde y color barro los ensimisma, los enmudece. A mí, no. Pero algo me pasa cuando escucho la palabra del mar. Entonces, ¿para qué esa perturbación inútil a la que se designa con el inverosímil nombre de vacaciones? Una de esas mañanas, Natalia me dijo algo, que yo olvidé apenas lo dijo. Natalia diagnosticó: —Estás lerdo. —Sí —admití, dócil. No discuto algunos juicios de Natalia: es como cuestionarle a un católico la existencia de Dios. Natalia me habló, quiero suponer, de antihistamínicos y sarpullidos: el sol y su piel eran viejos adversarios. Deduje, algo abstraído, que prefería quedarse en la casa. No me gustó que se quedara en la casa. Hace diez años que vivimos juntos, tiempo suficiente para que las manías se vuelvan intolerables, para que 48

se extingan los furores de la pasión, para que el oído seleccione lo que desea escuchar. Acaso por azar, o por justicia, o por comodidad, aún nos necesitamos. De modo que me fui solo a la playa. Caminé unos quinientos metros al borde del agua, me dije que el agua estaba fría, y clavé la sombrilla al reparo de un médano. La arena era un brillo asesino, y el paisaje no propiciaba la lectura. Me despertó un dolor sordo en la espalda. Abrí los ojos, y una luz blanca estalló en ellos. Cuando el furor de la luz blanca amainó, Cora estaba más acá de mis quejidos y de la voz del mar, que provoca, se sabe, las desventuradas exaltaciones de los poetas, y sus hermosos pies no cesaban de golpetear mis costillas con placer y, también, con desgano. Hubo un tiempo en que mi boca temblaba al besar esos pies, y la piel de esos pies, y los dedos y las uñas de sus pies. Ella consentía esas sumisas efusiones y, a veces, algo más. Cuando ella, con un gesto, detenía la corrosión de mis huesos, yo, entonces, la recibía aterrado, gozoso, balbuceante, el cuerpo en cruz. Aprendí por qué la palabra olvido había sido desterrada del uso de la lengua. Hola, dijo Cora, y el pasado fue ese pescado flaco, largo y seco, y, tal vez, algo arqueado, a quien los pájaros le comieron los ojos, y que la resaca deposita en la arena para que se descomponga bajo la luz del verano. Debí imaginar que me encontraría. Debí imaginar lo que vendría después, cualquiera fuese el lugar donde ella me encontrara. Digan lo que quieran: yo miré el pasado. Y el pasado gozaba de buena salud, no era un pescado que se desintegraba y volvía a la nada. Ahí estaban la carne, las bocas, la lengua, las manos que alimentaron mis humillaciones. Y no cerré los ojos. La invité a que se sentara dentro del arco de sombra que nos ofrecía la sombrilla. Se sentó. Un olor a piel tratada con cremas y espesos aceites perfumados se precipitó sobre mí. Era una mujer bella, todavía, orgullosa y arrogante. Su bikini mostraba blanduras que una segunda mirada al espejo aconsejaría resguardar. Pero Cora desdeñaba la sabiduría profunda de los espejos. —No te metás con Cora —me dijo su hermano, Eugenio, once o doce años atrás. Fue la primera y única vez que Eugenio nombró a Cora. Pronunció esas palabras con calma y fríamente, con la misma impasibilidad ominosa que usaba a la salida del quirófano para anunciar el resultado de una operación, aun 49

se extingan los furores de la pasión, para que el oído seleccione lo que desea<br />

escuchar.<br />

Acaso por azar, o por justicia, o por comodidad, aún nos necesitamos.<br />

De modo que me fui solo a la playa. Caminé unos quinientos metros al<br />

borde del agua, me dije que el agua estaba fría, y clavé la sombrilla al reparo de<br />

un médano.<br />

La arena era un brillo asesino, y el paisaje no propiciaba la lectura.<br />

Me despertó un dolor sordo en la espalda. Abrí los ojos, y una luz blanca<br />

estalló en ellos. Cuando el furor de la luz blanca amainó, Cora estaba más acá<br />

de mis quejidos y de la voz del mar, que provoca, se sabe, las desventuradas<br />

exaltaciones de los poetas, y sus hermosos pies no cesaban de golpetear mis<br />

costillas con placer y, también, con desgano.<br />

Hubo un tiempo en que mi boca temblaba al besar esos pies, y la piel de<br />

esos pies, y los dedos y las uñas de sus pies. Ella consentía esas sumisas<br />

efusiones y, a veces, algo más. Cuando ella, con un gesto, detenía la corrosión<br />

de mis huesos, yo, entonces, la recibía aterrado, gozoso, balbuceante, el cuerpo<br />

en cruz. Aprendí por qué la palabra olvido había sido desterrada del uso de la<br />

lengua. Hola, dijo Cora, y el pasado fue ese pescado flaco, largo y seco, y, tal<br />

vez, algo arqueado, a quien los pájaros le comieron los ojos, y que la resaca<br />

deposita en la arena para que se descomponga bajo la luz del verano.<br />

Debí imaginar que me encontraría. Debí imaginar lo que vendría después,<br />

cualquiera fuese el lugar donde ella me encontrara. Digan lo que quieran: yo<br />

miré el pasado. Y el pasado gozaba de buena salud, no era un pescado que se<br />

desintegraba y volvía a la nada.<br />

Ahí estaban la carne, las bocas, la lengua, las manos que alimentaron mis<br />

humillaciones. Y no cerré los ojos.<br />

La invité a que se sentara dentro del arco de sombra que nos ofrecía la<br />

sombrilla. Se sentó. Un olor a piel tratada con cremas y espesos aceites<br />

perfumados se precipitó sobre mí. Era una mujer bella, todavía, orgullosa y<br />

arrogante. Su bikini mostraba blanduras que una segunda mirada al espejo<br />

aconsejaría resguardar. Pero Cora desdeñaba la sabiduría profunda de los<br />

espejos.<br />

—No te metás con Cora —me dijo su hermano, Eugenio, once o doce años<br />

atrás.<br />

Fue la primera y única vez que Eugenio nombró a Cora. Pronunció esas<br />

palabras con calma y fríamente, con la misma impasibilidad ominosa que usaba<br />

a la salida del quirófano para anunciar el resultado de una operación, aun<br />

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