Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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la torrencial verborragia de Mirta le resbalaba como el agua por una roca.<br />
Una tarde, Mirta le dijo, perpleja:<br />
—No me escuchás.<br />
—Sí. Tu caballo.<br />
—¿Te interesa lo que te digo?<br />
Saúl abrió un ojo; abrió una puerta a la desgracia.<br />
—¿Te interesa el cálculo infinitesimal?<br />
—No me tomés el pelo.<br />
—Juro que la equitación me encanta.<br />
Mirta palmoteó: Saúl, a diferencia de los tipos que ella conoció, le<br />
dispensaba un trato gentil, de una extrema delicadeza. Jamás una procacidad,<br />
jamás una broma de mal gusto. Saúl dotaba de convicción a los más feroces<br />
equívocos.<br />
—¿Cierto?<br />
—Permitíme que parafrasee la venerada frase de Kennedy: Ich binn a vitz.<br />
—Vos me invitás a cenar —profirió Mirta, sorda y embelesada.<br />
—Tengo un compromiso, muchacha —dijo Saúl, desperezándose—. Un<br />
compromiso de familia, impostergable: me espera mi hermana.<br />
—Tu hermana es una vieja.<br />
—No hay nada más gratificante que el trato amoroso de una anciana<br />
dama.<br />
Mirta bajó la cabeza y dijo, casi inaudiblemente:<br />
—Te creo. A vos, te creo.<br />
—El que cree en las leyes de tránsito está condenado a muerte.<br />
Mirta no volvió a ser la misma. Todos padecimos su cambio de humor,<br />
salvo el zaino que mascaba un pasto manso y dulce en su establo de Palermo<br />
chico, libre de las infernales cabalgatas a que lo sometía su propietaria.<br />
Saúl, al que le faltaba un breve capítulo para cerrar su trabajo, entró, una<br />
mañana, a mi despacho, poseído de una furia demencial. Me señaló, temblando,<br />
la ausencia, en cuatro o cinco hojas, de un binomio, de un cálculo diferencial, de<br />
un signo cualquiera (un más o un menos), tal vez la de una fórmula astrológica<br />
que anula a otra e inicia un ciclo que se diluye en la hermética topografía de una<br />
galaxia.<br />
Traté, en vano, de apaciguarlo; Saúl me pidió, en un tono que no admitía<br />
excusas, que llamara a Mirta. La muchacha llegó, el cuerpo aterido, un rictus de<br />
inevitable abyección en la boca. La voz de Saúl sonó serena pero lastrada por un<br />
desdén y un desprecio sangrientos. Él no concebía que una máquina a la que se<br />
alimenta con dólares pueda resfriarse, estornudar, limpiarse los mocos,<br />
perderse en las desaforadas especulaciones de un ensueño. Cuando Saúl<br />
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