Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Séptimo al lechería. Único al cincuenta. Lotería al cuarenta y cinco. Los dos palitos. Cuaterno a doble docena. Borracho al veinte. Abuelo al setenta y siete. Uno de esos domingos, finalizado el paseo palermitano, Mirta le preguntó a Lorenzi: —Papá, ¿vos trabajás? Lorenzi la miró, extrañado. —Yo hago negocios —replicó, esforzándose por no caer en la solemnidad. Borró de su cara la expresión de disgusto y le explicó a Mirta, minuciosamente, la índole de sus negocios. Compra y venta de acciones en la Bolsa. Préstamos a interés (algo que, por miopía o un desatino del lenguaje, los infelices llaman usura). Participación en las ganancias de un bar frecuentado por hijos de familias de reconocida solvencia moral. Y algunos otros menesteres que los ayudaban a vivir confortablemente. Como Dios manda. Singularmente efusivo, le contó que había recibido, una década atrás, merced a sus excelentes contactos, información top secret: un célebre ministro de Economía iba a devaluar el peso, fenómeno —Lorenzi tenía en alta estima a la pedagogía— sumamente raro en la Argentina. Invirtió, entonces, hasta el último centavo: compró dólares a ochenta y los vendió, al producirse el desmesurado anuncio, a doscientos cincuenta pesos. Mirta dijo: —Quiero un caballo. Lorenzi supuso que había oído mal. —Repetí eso —reclamó. —Quiero un caballo. Lorenzi la miró fijamente, durante un rato. Procuró imaginar de qué sería capaz Mirta si él se negaba. La conclusión a la que arribó fue atinada: introdujo una mano en el bolsillo y depositó, sobre la mesa, un grueso rollo de billetes. —Un caballo y un departamento con teléfono. —Lorenzi veía el bosque y el árbol, simultáneamente—. Ya sos una mujer; tu padre necesita descansar. 42

XIII Según los cánones establecidos por los concursos de belleza, las revistas de modas y los desfiles de modelos, Mirta no es la candidata ideal para que se le discierna el título de Miss Primavera. Alguien comparó el color de sus piernas con el de las patas de las gallinas Leghorn: un blanco frotado y triste. No son bellas: adelgazan abruptamente en los tobillos. Puedo garantizarlo: se las examiné más de una vez. En conjunto, sin embargo, no desentonan. Afirman las malas lenguas —y en la oficina local de las Naciones Unidas abundan: sus dueñas son hijas de caballeros que labraron el mito de argentinos en aptitud de dilapidar inmensas heredades bañando de manteca los techos de los cabarets parisinos— que el origen más frecuente de las depresiones de Mirta es su caballo, un zaino de ceñida estampa. Ella, dicen, tira del bocado salvajemente; lo golpea, entre los ojos, con el rebenque; lo talonea con una vesanía alarmante. El animal, harto, termina por arrojarla de la montura. Y Mirta se sume en la angustia. En la oscuridad de su pieza, lloriquea por la ingratitud de la bestia; por su cuerpo dolorido; por las espantadas que pega, apenas se le acercan, galanes generalmente lascivos. Lorenzi parece ser el único que logra rescatarla de esos declives morales. Las malas lenguas sugieren no sé qué vilezas, no sé qué terapias diestras y abominables, a las que Mirta sucumbe incondicionalmente, con un fervor sólo comparable al que muestra por los milagrosos efectos de la ruda macho. En el fondo, es una buena chica —concuerda el chismerío—; un poco fantasiosa, un poco cruel, un poco insegura: hay tantas como ella en Buenos Aires. Mirta detesta a su papá, pero es una dactilógrafa perfecta. Al ponerla a disposición de Saúl, tomé en cuenta esta última virtud. Saúl, investido de la engañosa inocencia con la que los judíos jóvenes e inteligentes pretenden se olvide la esencia impugnadora de su peculiaridad racial, manejó la relación con diligencia y soltura. Obtuvo de ella un óptimo servicio, una puntualidad trémula e infatigable; le suscitó una intuición infalible para adivinar las omisiones más insignificantes en los arduos textos que le presentaba, escritos a mano, y que Mirta, en la IBM, reproducía con fulgurante prolijidad. Se estableció entre ellos lo que nuestros consultores sentimentales denominaban una corriente de simpatía. Fue un acontecimiento que asombró al resto del personal; yo, en cambio, la sabía falsa; precaria, al menos. Saúl, en los instantes libres, oía, soñoliento, indiferente, el parloteo de Mirta. De a ratos, la interrumpía para servir café. Después, como un gato, se acurrucaba, adormecido, en su sillón giratorio. Gozaba de la tibia temperatura de su oficina; 43

Séptimo al lechería.<br />

Único al cincuenta.<br />

Lotería al cuarenta y cinco.<br />

Los dos palitos.<br />

Cuaterno a doble docena.<br />

Borracho al veinte.<br />

Abuelo al setenta y siete.<br />

Uno de esos domingos, finalizado el paseo palermitano, Mirta le preguntó<br />

a Lorenzi:<br />

—Papá, ¿vos trabajás?<br />

Lorenzi la miró, extrañado.<br />

—Yo hago negocios —replicó, esforzándose por no caer en la solemnidad.<br />

Borró de su cara la expresión de disgusto y le explicó a Mirta,<br />

minuciosamente, la índole de sus negocios. Compra y venta de acciones en la<br />

Bolsa. Préstamos a interés (algo que, por miopía o un desatino del lenguaje, los<br />

infelices llaman usura). Participación en las ganancias de un bar frecuentado<br />

por hijos de familias de reconocida solvencia moral. Y algunos otros menesteres<br />

que los ayudaban a vivir confortablemente. Como Dios manda.<br />

Singularmente efusivo, le contó que había recibido, una década atrás,<br />

merced a sus excelentes contactos, información top secret: un célebre ministro de<br />

Economía iba a devaluar el peso, fenómeno —Lorenzi tenía en alta estima a la<br />

pedagogía— sumamente raro en la Argentina. Invirtió, entonces, hasta el<br />

último centavo: compró dólares a ochenta y los vendió, al producirse el<br />

desmesurado anuncio, a doscientos cincuenta pesos.<br />

Mirta dijo:<br />

—Quiero un caballo.<br />

Lorenzi supuso que había oído mal.<br />

—Repetí eso —reclamó.<br />

—Quiero un caballo.<br />

Lorenzi la miró fijamente, durante un rato. Procuró imaginar de qué sería<br />

capaz Mirta si él se negaba. La conclusión a la que arribó fue atinada: introdujo<br />

una mano en el bolsillo y depositó, sobre la mesa, un grueso rollo de billetes.<br />

—Un caballo y un departamento con teléfono. —Lorenzi veía el bosque y<br />

el árbol, simultáneamente—. Ya sos una mujer; tu padre necesita descansar.<br />

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