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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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suavemente—. Y yo la necesitaba: no sabés, Hugo, cuánto la necesitaba.<br />

Guardé silencio: ése era un asunto que no me concernía. En cambio, con<br />

una circunspección apática, murmuré la letra de un estribillo prepotente, una<br />

suerte de convocatoria a la unanimidad viril:<br />

—El que no salta es un maricón.<br />

—No salté —dijo Saúl, al borde del infortunio, porque no podía olvidar los<br />

números, las crueles madrugadas que los números le sugirieron.<br />

Recuerdo —cuando me dispongo a depositar, en el regazo de Débora, la<br />

fotografía que se me destinó a instancias de una deplorable confusión— una<br />

frase de Saúl: “Los hombres de coraje no temen a su pasado; nunca fui un<br />

hombre de coraje”.<br />

Y la recuerdo, en tanto esas palabras hacen de mí un instrumento del<br />

destino. Lo invité a que tomara a su cargo un curso denominado Integración<br />

Regional, en la oficina nativa de las Naciones Unidas. (La tecnocracia abusa de<br />

la semántica y de la pomposidad; también yo, cuando aludo al destino y a sus<br />

enigmáticas elecciones.) Saúl aceptó: Mirta y él se encontraron.<br />

Ella es Penélope, sea cual fuere la calidad de sus tejidos. Saúl no presagia a<br />

un Ulises dócil a las servidumbres de la institución matrimonial: el nombre de<br />

Macbeth centellea en sus pesadillas.<br />

XII<br />

Cuando nació Mirta, Ángel Lorenzi se afeitó el bigote. Las mujeres con las<br />

que mantenía cortas y excusables aventuras —su esposa fugó del hogar, quince<br />

días después del parto— quedaron aleladas. Se preguntaron si el exilio de esa<br />

coquetería pilosa, que resaltaba la sinuosa delgadez de sus labios, no acarrearía<br />

un cruel desorden en las estrictas costumbres de Lorenzi. Lo conocían poco, en<br />

verdad. Los horarios permanecieron inalterables. E inmutables su maníaca<br />

prolijidad, su obstinación de teólogo medieval, sus maneras episcopales, y las<br />

ya (para ellas) monótonas fantasías a las que se libraba en la cama.<br />

Mirta, que a los diez años era una niñita flaca y alta, cuyas polleras le<br />

llegaban más abajo de las nudosas rodillas, y a quien una vieja mucama le<br />

partía el cabello en dos cortas y rígidas trenzas, tuvo, una noche, la indecorosa<br />

ocurrencia de vomitar en el plato que le acababan de servir.<br />

La muchacha no recordaba el día que sintió bailotear, en la boca del<br />

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