Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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con la veneración idolátrica de un profesante.<br />
En el primer sueño, Saúl habita el piso más alto de la ciudad. Sus amigos<br />
citan a Macbeth, y Saúl, enardecido, los insta a bajar la voz, a callar. Los amigos<br />
lo miran extrañados: las paredes son gruesas; por las ventanas se ve el vasto<br />
arco del río, la vaga transparencia del cielo. Nadie puede escucharlos. Además,<br />
dice uno de ellos, y ríe: Shakespeare está muerto.<br />
Dejan de frecuentarlo. Cuando él se apercibe de esas ausencias, los llama,<br />
uno a uno, por teléfono. Le responde, siempre, el silbido de un aire monótono y<br />
hueco.<br />
Vertiginosas noches se suceden hasta que el insomnio se agota. El sordo<br />
timbrazo del portero eléctrico lo arroja, vestido, de la cama. Una voz susurra, en<br />
su oído, unos sonidos breves, viscosos, definitivos. Enfermo, se arrastra hasta<br />
los ventanales. Vomita. Y ve a su propio cuerpo hundiéndose en la boca del<br />
viento. Y las luces de un barco en el río. Y la calle desierta y limpia.<br />
En el segundo sueño, Saúl yace en el suelo, con una herida en la espalda.<br />
David Stein y Débora, parados cerca de él, conversan tranquilos y familiares.<br />
Saúl les suplica que lo socorran: Stein y Débora lo observan, indiferentes.<br />
Luego, lentamente, reanudan la charla. Saúl sabe que se muere; que ellos<br />
pueden salvarlo; que ellos no lo salvarán. Una bocanada de sangre lo ahoga.<br />
Todo se borra: aún está vivo.<br />
Los elitistas le propusieron a Saúl, como tarea inicial, el examen del<br />
programa económico que habían elaborado. Aceptó. Se adjudicó, alegremente,<br />
para esa todavía prolija labor de gabinete, un nombre de guerra: Thales.<br />
Emergió desolado del análisis. Escogió las palabras, las revistió de<br />
prudencia y constricción y elipsis, pero, al fin, les dijo que aquello era una<br />
desaliñada, insoportable enumeración de reformas que desdeñaría el más<br />
ocioso de los príncipes asiáticos; que sólo conformaría, presumiblemente, a los<br />
ávidos exorcistas que regentean Haití.<br />
Sus interlocutores desecharon cifras, estadísticas, tablas comparativas;<br />
magnánimos, le recomendaron que estudiara la realidad: el suyo, bueno, era el<br />
juicio de un intelectual alejado de la cotidianidad vital de los cabecitas. La<br />
simbólica objeción —matizada por la ramplonería formidable de una<br />
denominación pendenciera— corrió por cuenta de un cursillista católico, un<br />
joven hermoso que disfrutaba de su propia infalibilidad.<br />
—¿Para qué habré estudiado matemáticas? —se preguntó Saúl, los ojos<br />
entrecerrados, laxo en su asiento, con la expresión de un viajero atribulado por<br />
los azares de un viaje que discurre por paisajes misteriosos e inquietantes, que<br />
no lo exime de estaciones adustas y veloces y de miedos y fatigas inhumanas.<br />
—Había algo de deslumbrante en la fraternidad que ofrecían —agregó,<br />
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