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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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cara dormida.” Su padre lloraba. Un llanto manso y lento le empapaba las<br />

mejillas temblorosas, los labios hundidos, la barba canosa, las arrugas del<br />

cuello. Saúl quiso abrazar ese cuerpo devastado por una soledad orgullosa y<br />

quizá reprobable: un pudor feroz lo detuvo.<br />

David Stein, el hombre que no reconocía otros antecedentes que el<br />

combate y los desfallecimientos entre una batalla y otra, se pasó una mano por<br />

los ojos y recuperó el centro del escenario.<br />

—No me hagas caso: deliraba. Creí, por un momento, que los judíos de<br />

Lodz me castraban —el viejo sonrió—. Dame esa porquería de leche, muchacho.<br />

A las cuarenta y ocho horas de su internación, operaron al viejo. Una<br />

semana después, regresó a su casa. Saúl lo visitaba cuatro días a la semana. Lo<br />

higienizaba, lo vestía, le daba de comer. Escuchaba los intermitentes<br />

monosílabos de Débora, probaba sus platos, repentinamente insípidos, chocaba<br />

con la cavilosa mirada de su padre, brillante y seca, con sus movimientos de<br />

títere sin cuerda.<br />

¿Qué hago aquí?, se preguntaba Saúl cuando se agachaba para calzar al<br />

viejo y, a la luz del velador, le tocaba esos huesos de vidrio y esas manchas<br />

rojizas y blancas de la piel de sus pies. Temía alzar la cabeza: David Stein leería<br />

la exasperada impotencia que le asomaba a los ojos. Apretaba aquellos dedos<br />

entre sus manos y pensaba: “Un tirón para arriba, un tirón para abajo: zric-zrac,<br />

pajitas que se quiebran, hombre del lager”.<br />

Una tarde de junio de 1974, David Stein murió silenciosamente. Los<br />

médicos —convocados por una Débora impasible— no tuvieron inconveniente<br />

en asegurar que el fallecimiento se debió a un simple infarto.<br />

Tomamos café. Yo pedí que nos acercaran una botella de coñac. Podía ver,<br />

aún, mis manos moviéndose hacia las suyas; deteniéndose, rígidas, en el aire;<br />

empuñando, una de ellas, el cigarrillo que me alcanzó Saúl. El alcohol sirvió<br />

para embotar la licitud de una reflexión que no me absolvería de la fogosidad<br />

crepuscular de aquel gesto abominablemente espontáneo, pero también hijo<br />

deliberado de las flojeras de la carne, y signo precoz de una vejez perversa, tal<br />

vez cínica y concupiscente. Tal vez entretenida.<br />

La bebida, la interminable noche, la percepción de que nuestra<br />

sobrevivencia —la de Saúl, en todo caso— se debía a un dilapidado azar,<br />

levantaron un tupido velo que aspiró mis indagaciones y mis pronósticos y los<br />

desmedrados hilos de su relato.<br />

Puedo rescatar, ahora, la mención de dos sueños de Saúl y del seudónimo<br />

con el que se introdujo en el frenético universo de quienes invocaban al pueblo<br />

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