Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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ser el ombligo del mundo. —Papá, ustedes... Ustedes lo saben todo, ¿eh? —No, todo no. Apenas si liquidé unos tipos en la guerra, y cuando me cansé de matar —y no fue justo que me cansara— decidí que era hora de darte la palabra. —Se te agradece. Pero, ¿por qué te viniste? David Stein alzó la vista y sonrió: —¿Tengo que decírtelo? —Decímelo, señor puédelotodo. —Débora, querida, tengo hambre. —David, te caliento el borsht. —Eso es. Y traéme un vasito de ginebra. —¿Te sentís bien? —Como en los mejores tiempos. —¿Unos pepinos salados? —Débora, main leibn... “Al hombre del lager no le gusta la viudez.” La reflexión llevó a Saúl a confesarse que amaba las palabras irreparables, esa orgía de sonidos que el rencor vincula golosamente y de la que uno resbala hacia la fantasía del crimen, o al crimen, para sustraerla de la adiposidad extravagante de la ridiculez. —No me contestaste. —¿Para qué? No sos un tejedor. —No lo soy. —No lo sos. No lo son. Eso los pierde, hijo —asintió David Stein, satisfecho, mordisqueando un pedazo de pepino en vinagre. —Conozco el verso: qué haríamos sin ustedes, la sal de la tierra. Stein, pensativo, se sirvió ginebra en un vaso y lo hizo girar, largo rato, entre sus manos. —Débora —dijo—, prendé la luz. Quiero verle la cara antes de que se vaya... Salud... Sin nosotros, irían a la iglesia y confesarían sus pecados. Serían unos buenos viejos podridos. Así, son unos jóvenes podridos y lo seguirán siendo hasta que los buenos viejos podridos los entierren. Es una vieja y podrida historia. Deberías haberla leído en alguna parte. Hasta los libros de matemáticas enseñan eso. Enseñan que, a ustedes, se les cae el pelo y se les pudren los dientes y tienen un aliento que apesta. Y que no aprenderán nada mientras nosotros, que dimos forma al alef seamos pocos, débiles y mortales. 34

XI Nos sentamos a comer en un restorán de la calle Venezuela. Entre un sorbo y otro de cerveza, pude intuir la circularidad lógica del relato, incluido el proverbial triple canto del gallo. También me dije —y el reparo no me pareció un lujo dialéctico— que es razonable no fiarse de la imaginación. Un adjetivo profana el final límpido y económico de la más bella intriga; un sustantivo excita las agrias conspiraciones de la ambigüedad. ¿Quién dijo que el fin de una historia es la metáfora de su prosecución por otros desatinados artificios? Era agradable estar sentado en ese local, frío y tenuemente iluminado, falto de parroquianos excéntricos y desvelados, y oír a Saúl reproducir las sentencias con las que un viejo intentó abolir la realidad. Oí, digo, paciente e incansable, a Saúl. Sus confidencias llenaron aquélla, mi noche, muy por encima de lo que jamás hubiera podido concebir. A tal punto que, a los postres, alargué mis manos para acariciar las suyas. Me pregunto, todavía, cómo las detuve en el aire; y cómo, inexpresivo, displicente, le pedí un cigarrillo. Nada es casual. Aceptado. La continencia hizo virtuosos a los jesuitas. Aceptado. Sólo la herejía hace dichoso al hombre. Aceptado. La equidistancia entre los extremos es la fórmula de la longevidad. Aceptado. Saúl dijo que el repiqueteo del teléfono lo hizo saltar en la cama. Ese susurro obsceno, anunciándole que no podía escapar, que lo cazarían como a una rata, estaba, por fin, del otro lado de la línea. Un sudor helado le corrió por la espalda. Ciego, rígido, descolgó. Era su hermana. David Stein se había quebrado el fémur derecho. En el baño. Los viejos tienen vahídos, ¿no? Se lo llevaron al hospital Español, en una ambulancia. No, no quiso que ella se quedara. La obligó a marcharse. Y se aseguró de eso. ¿Dolores? Que ella supiera, no se quejó en momento alguno; tampoco habló gran cosa, salvo para ordenarle que se fuera. La voz de Débora denotaba la misma pasión que si le estuviera informando de un terremoto en Alaska. Colgó el tubo y comenzó a vestirse en la oscuridad. Cuando llegó a la guardia del hospital, vio al viejo echado en una gran mesa, desnudo, y a un tipo de bata blanca que le decía quieto quieto no respire. Oyó el chasquido de cajas metálicas que el tipo de la bata blanca sacaba de debajo de la mesa; vio cómo una enorme plancha descendía sobre la pelvis del 35

XI<br />

Nos sentamos a comer en un restorán de la calle Venezuela. Entre un<br />

sorbo y otro de cerveza, pude intuir la circularidad lógica del relato, incluido el<br />

proverbial triple canto del gallo. También me dije —y el reparo no me pareció<br />

un lujo dialéctico— que es razonable no fiarse de la imaginación. Un adjetivo<br />

profana el final límpido y económico de la más bella intriga; un sustantivo<br />

excita las agrias conspiraciones de la ambigüedad. ¿Quién dijo que el fin de una<br />

historia es la metáfora de su prosecución por otros desatinados artificios?<br />

Era agradable estar sentado en ese local, frío y tenuemente iluminado,<br />

falto de parroquianos excéntricos y desvelados, y oír a Saúl reproducir las<br />

sentencias con las que un viejo intentó abolir la realidad.<br />

Oí, digo, paciente e incansable, a Saúl. Sus confidencias llenaron aquélla,<br />

mi noche, muy por encima de lo que jamás hubiera podido concebir. A tal<br />

punto que, a los postres, alargué mis manos para acariciar las suyas. Me<br />

pregunto, todavía, cómo las detuve en el aire; y cómo, inexpresivo, displicente,<br />

le pedí un cigarrillo.<br />

Nada es casual. Aceptado.<br />

La continencia hizo virtuosos a los jesuitas. Aceptado.<br />

Sólo la herejía hace dichoso al hombre. Aceptado.<br />

La equidistancia entre los extremos es la fórmula de la longevidad.<br />

Aceptado.<br />

Saúl dijo que el repiqueteo del teléfono lo hizo saltar en la cama. Ese<br />

susurro obsceno, anunciándole que no podía escapar, que lo cazarían como a<br />

una rata, estaba, por fin, del otro lado de la línea. Un sudor helado le corrió por<br />

la espalda. Ciego, rígido, descolgó. Era su hermana. David Stein se había<br />

quebrado el fémur derecho. En el baño. Los viejos tienen vahídos, ¿no? Se lo<br />

llevaron al hospital Español, en una ambulancia. No, no quiso que ella se<br />

quedara. La obligó a marcharse. Y se aseguró de eso. ¿Dolores? Que ella<br />

supiera, no se quejó en momento alguno; tampoco habló gran cosa, salvo para<br />

ordenarle que se fuera. La voz de Débora denotaba la misma pasión que si le<br />

estuviera informando de un terremoto en Alaska. Colgó el tubo y comenzó a<br />

vestirse en la oscuridad.<br />

Cuando llegó a la guardia del hospital, vio al viejo echado en una gran<br />

mesa, desnudo, y a un tipo de bata blanca que le decía quieto quieto no respire.<br />

Oyó el chasquido de cajas metálicas que el tipo de la bata blanca sacaba de<br />

debajo de la mesa; vio cómo una enorme plancha descendía sobre la pelvis del<br />

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