Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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y comprensivo de los transportes despóticos de un presente azaroso. Sé que habría afirmado, imperiosa y severamente, que ignoraba la existencia de Saúl hasta el instante en que se me acercó para indagar la proximidad o lejanía de una calle apócrifa. A lo sumo, era una desvanecida figura la que se paseó, alguna vez, por los corredores de una oficina de las Naciones Unidas en Buenos Aires. Una de tantas. Consciente, hasta el fin, de esa determinación, una tibia oleada de bienestar, que pocas veces experimenté, se apoderó de mí. (Una noche, trepado sobre el cuerpo desnudo de Débora, gemí, los dientes apretados: “Decíme qué soy para vos”. Sus manos se pasearon por mis mejillas húmedas de sudor, y me dijo quién era yo para ella. La oí, grité, me vacié, y sobrevino una paz que no conocía. Dormís, dijo Débora, como un recién nacido.) Sé que Saúl se mostró, a lo largo de la travesía por un barrio de gestas olvidadas, gentil y cálido conmigo, y mucho menos prudente que cuando me recibió en su departamento. Pero ésas son reglas que observan, invariablemente, los judíos cultos e inteligentes. Que el Dios sangriento e insaciable de Israel los bendiga. Sé que habló del abismado intruso que organiza sus pesadillas (no, como eventualmente puede presumir cierta pedante erudición, de un fantasma que mendiga venganza, que implora el castigo de un adulterio o la restitución de un reino). Quiero decir: habló de las fatigas de un verdugo y de un porvenir que, cuando llega, duda de su identidad y se recluye en lo que rechaza. Habló de David Stein. X Débora dijo: —No se quiere levantar. —¿Por qué? Débora se encogió de hombros. No era a él, Saúl, a quien Débora había hablado. Simplemente dejaba constancia, para la nada, de que un hombre se abandonaba a la muerte. Saúl la odió; odió su silencio; la gelidez de su mirada, el aire inmóvil de la habitación; las turbias fotografías de su abuelo y de su madre que colgaban de las paredes del comedor; los olores de la comida que su hermana preparaba con una minuciosidad maniquea, y que, desde niño, le deparaban todas las injurias del destino. Atravesó la sala penumbrosa y entró al dormitorio. Una furia salvaje, tan antigua que no podía recordar su origen, se le encendió en el pecho. 32
Prendió la luz del velador (era, apenas, la una de la tarde) y casi gritó: —Levantate. Tiró, enceguecido, de las mantas, que David Stein retenía con unos dedos largos y afilados. —Levantate, carajo. Una parte de él se oyó llorar; oyó la cadencia del llanto en un cenagoso corredor de su cuerpo, como si la blasfemia fuera un ruego: que él no sea David Stein, que yo no sea el que está aquí, parado, loco, arrancándole las frazadas de las manos, mirando esa boca postrada, de dientes rotos, que me dice: —No me toques. Saúl vio, en la cara de David Stein, el resplandor de una barba canosa, y la vieja ira —que conocía mejor que cualquier cosa en el mundo— relampaguear en sus ojos claros. —Dejame. La voz le salió cansada, lejana, a David Stein y Saúl retrocedió como si lo hubieran golpeado en plena cara. Débora cruzó frente a él y se arrodilló ante el padre. Saúl los contempló, a los dos, hipnotizado: a ella, que vestía, que abrigaba esos huesos frágiles, crujientes y a la carne magra y seca, repulsivamente blanca, que los cubría. Y a él, acariciarle el pelo, deslizar sus dedos por el cabello negro de Débora. El viejo, vacilante, se dirigió al comedor. Se apoyaba en las paredes, en los muebles, tal vez en las raídas sombras de la tarde que las cortinas, tendidas sobre los vidrios del balcón, dejaban filtrar. Se dejó caer en una silla y plegó las manos sobre el mantel blanco de la mesa. —El hombre tiene derecho a la estupidez —murmuró David Stein, sin volver la cabeza—. Es de Heine, hijo. Pero Heine era poeta. Y alguien dijo que es preciso ser indulgente con los poetas, no con la estupidez. No trago a los fascistas, aunque sean de izquierda. Saúl dio vuelta a la mesa y miró la escuálida cabeza de David Stein. —¿Puedo decirte algo? —Adelante. —Yo no te elegí como padre. —Yo sí, pese a todo, al mío. No le pregunté por su apellido. Acepté cómo se ganaba la vida. Lo demás vino solo. ¿O querés que hablemos de moral? Saúl, que temblaba de rabia, pensó: “Soy su enemigo. Escupe lo que le viene a la boca. Y ésta es su última batalla. La vas a tener, desgraciado”. Entonces, dijo: —Ahí estás: mirate. —Me miro, muchacho. Y no me gusta lo que veo. ¿Y qué? Nunca soñé con 33
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y comprensivo de los transportes despóticos de un presente azaroso. Sé que<br />
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Aires. Una de tantas. Consciente, hasta el fin, de esa determinación, una tibia<br />
oleada de bienestar, que pocas veces experimenté, se apoderó de mí. (Una<br />
noche, trepado sobre el cuerpo desnudo de Débora, gemí, los dientes apretados:<br />
“Decíme qué soy para vos”. Sus manos se pasearon por mis mejillas húmedas<br />
de sudor, y me dijo quién era yo para ella. La oí, grité, me vacié, y sobrevino<br />
una paz que no conocía. Dormís, dijo Débora, como un recién nacido.)<br />
Sé que Saúl se mostró, a lo largo de la travesía por un barrio de gestas<br />
olvidadas, gentil y cálido conmigo, y mucho menos prudente que cuando me<br />
recibió en su departamento. Pero ésas son reglas que observan,<br />
invariablemente, los judíos cultos e inteligentes. Que el Dios sangriento e<br />
insaciable de Israel los bendiga.<br />
Sé que habló del abismado intruso que organiza sus pesadillas (no, como<br />
eventualmente puede presumir cierta pedante erudición, de un fantasma que<br />
mendiga venganza, que implora el castigo de un adulterio o la restitución de un<br />
reino). Quiero decir: habló de las fatigas de un verdugo y de un porvenir que,<br />
cuando llega, duda de su identidad y se recluye en lo que rechaza. Habló de<br />
David Stein.<br />
X<br />
Débora dijo:<br />
—No se quiere levantar.<br />
—¿Por qué?<br />
Débora se encogió de hombros. No era a él, Saúl, a quien Débora había<br />
hablado. Simplemente dejaba constancia, para la nada, de que un hombre se<br />
abandonaba a la muerte. Saúl la odió; odió su silencio; la gelidez de su mirada,<br />
el aire inmóvil de la habitación; las turbias fotografías de su abuelo y de su<br />
madre que colgaban de las paredes del comedor; los olores de la comida que su<br />
hermana preparaba con una minuciosidad maniquea, y que, desde niño, le<br />
deparaban todas las injurias del destino.<br />
Atravesó la sala penumbrosa y entró al dormitorio. Una furia salvaje, tan<br />
antigua que no podía recordar su origen, se le encendió en el pecho.<br />
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