Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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Al exponerle mis sospechas (intelectual y judío: ¿cómo no ceder? ¿cómo no arrastrarse, miserable y agradecido, por el polvo?) procuré, cuidadosamente, no vincular ciertos nombres fulgurantes de la mitología griega con las actitudes de Saúl: Débora era un animal salvaje e inesperado. (Era, dije. En fin: curioso.) Ella se rió. Intelectual, judío, límites absolutos: bah. Lenguaje para desamparados. No para mí, Hugo, que vengo de donde vengo. ¿Mi hermano cautivado por una mujer? ¿Podía yo hacerle el favor de arrojar al cesto de los papeles una suposición tan estúpida? Remota como una roca lunar, agregó, desganadamente: —Saúl is a vitz. VIII Hugo paladeó, a lo largo de un año y medio, la definición que Débora propuso de Saúl —Saúl es un chiste, una broma— de acuerdo a los cambiantes estados de su ánimo; también a la fatalidad de las estaciones, al rigor imprevisible de un invierno, a la previsible y abrumadora depravación del verano. Insistió, ante ella, en tertulias cuya procacidad no vale la pena exhumar, que no se redujera a la traducción literal de una expresión de la que el ídisch — un idioma infinitamente rico en invocaciones e insólitamente nutrido de equívocos, paradojas, requerimientos tramposos y sofismas— proporciona una interpretación ultrajante, consternada y halagadora. Hugo descubrió que se sometía a un ser inescrutable; que la humillación y la morbosidad pueden desplazar impunemente a algo tan abstracto como el amor; descubrió que se puede ser devoto de la templanza y el orden y su cifra adversa; descubrió, y ésos fueron hallazgos menores, los avatares y las refutaciones de una lengua erigida por el éxodo y el disimulo; y que Saúl, meses antes de la muerte de su padre, ocurrida en junio de 1974, había alquilado un departamento en el apacible barrio de San Telmo. Saúl, sepultado David Stein, le presentó a Débora; luego, Hugo y Saúl se encontraron dos o tres veces; luego (piénsese en el versátil destino de Liliana y sus amigos), Saúl desapareció. Más exactamente: permaneció entre Hugo y Débora como una sombra desvelada, como una referencia irritante, tal vez casual, pero siempre indescifrable. Para Hugo, al menos. ¿Indescifrable? No: ambigua. Débora le insinuó, de mala gana, que Saúl la llamaba por teléfono. Vive: entonces, reflexionó Hugo, que se las arregle. La idea de ir a verlo no lo hacía feliz, precisamente. Pero presintió que la descripción de la visita, la lenta 30
enumeración de las reacciones de Saúl, le permitirían quebrar la hirsuta impenetrabilidad de Débora; descomponerle esa cara de ídolo; avanzar sobre las distancias que, aun entre los estragos de la fornicación, Débora le imponía. No hay nadie más sensible a los lazos de la sangre, pensó Hugo, que los judíos. Ni siquiera aquéllos de los alemanes que hicieron del Mein Kampf el inextinguible testimonio de los purificadores éxtasis a los que puede elevarse la civilización occidental. Se rió débilmente. “Soy un intelectual de mierda: un colega de Borges, digamos.” El departamento de Saúl tenía un aire monacal: cama de una plaza, dos sillones, un escritorio, la reproducción de una de esas viejas siniestras y lúbricas que abundan en la pintura de Goya. Saúl parecía tranquilo; cauto, quizá. Cebó mate: le dijo que daba clases a muchachitos de la escuela secundaria, que le confesaban su aversión visceral a las matemáticas, sus escandalosas gonorreas y sus adicionales entusiasmos por el tenis, las motocicletas japonesas, y los irrisorios cigarrillos de marihuana. —Se te ve poco —comentó Hugo. —Escucho música —dijo Saúl. —Oh. —¿Débora? —Cocina. Saúl asintió en silencio. —Recuerda, una que otra vez, a tu viejo —agregó Hugo. —David Stein, el gran hombre. Freud y Jesús y Marx y Chagall y Iascha Jeifetz juntos en un único y estupendo envase —dijo Saúl, la voz blanca. Hugo lo miró: no había cambiado, salvo un temblor imperceptible bajo los párpados. —Salgamos a caminar —propuso. —Vamos —dijo Saúl. IX Sé que caminamos algunas horas. Sé que era otoño. Sé que los balcones de San Telmo despedían una vaga luz sobre las vetustas fachadas de los almacenes, la intimidad de un zaguán, las verjas de una iglesia. Sé que las sirenas policiales estallaban en la paz de la noche y que Saúl, al escucharlas, hundía la cabeza entre los hombros. Sé que, si nos detenían, estaba dispuesto a exhibir mis credenciales de ciudadano intachable, dueño de un pasado solvente 31
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No hay nadie más sensible a los lazos de la sangre, pensó Hugo, que los<br />
judíos. Ni siquiera aquéllos de los alemanes que hicieron del Mein Kampf el<br />
inextinguible testimonio de los purificadores éxtasis a los que puede elevarse la<br />
civilización occidental. Se rió débilmente. “Soy un intelectual de mierda: un<br />
colega de Borges, digamos.”<br />
El departamento de Saúl tenía un aire monacal: cama de una plaza, dos<br />
sillones, un escritorio, la reproducción de una de esas viejas siniestras y lúbricas<br />
que abundan en la pintura de Goya. Saúl parecía tranquilo; cauto, quizá. Cebó<br />
mate: le dijo que daba clases a muchachitos de la escuela secundaria, que le<br />
confesaban su aversión visceral a las matemáticas, sus escandalosas gonorreas y<br />
sus adicionales entusiasmos por el tenis, las motocicletas japonesas, y los<br />
irrisorios cigarrillos de marihuana.<br />
—Se te ve poco —comentó Hugo.<br />
—Escucho música —dijo Saúl.<br />
—Oh.<br />
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Saúl asintió en silencio.<br />
—Recuerda, una que otra vez, a tu viejo —agregó Hugo.<br />
—David Stein, el gran hombre. Freud y Jesús y Marx y Chagall y Iascha<br />
Jeifetz juntos en un único y estupendo envase —dijo Saúl, la voz blanca.<br />
Hugo lo miró: no había cambiado, salvo un temblor imperceptible bajo los<br />
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—Salgamos a caminar —propuso.<br />
—Vamos —dijo Saúl.<br />
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Sé que caminamos algunas horas. Sé que era otoño. Sé que los balcones de<br />
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