Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ... Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
solo, en un bar de la calle Corrientes, leal a los textos más sutiles del folklore porteño? En una de esas excursiones, conocí a Liliana. No recuerdo quién la sentó a mi mesa: si el fugaz prestigio que me otorgó una nota, publicada en una revista hebdomadaria, y cuyas obscenas hipótesis —debo admitirlo— procuraban escarnecer la gloria de Enrique Larreta; o las anomalías a las que sucumbía gozosamente Liliana, en su condición de estudiante de letras; o uno de esos amigos ocasionales, desagradables por su falta de recato. De esa época, conservo imágenes borrosas, seguramente desgastadas por los sobresaltos, el vértigo y las capitulaciones que asediaron los opacos ritos de nuestra relación. Liliana tenía el pelo rizado, un borbollón de ricitos diminutos y enmarañados en los que se depositaba una roña pegajosa; un jean descolorido le cubría las piernas flacas; y pendientes y amuletos se precipitaban sobre su pecho liso. El recuerdo más perdurable de ese tiempo (¿dos noches? ¿cuatro semanas? ¿tres meses?) es el de los dedos de sus pies, sucios, coronados por unas uñas pintadas de nácar, que asomaban de unas deformadas ojotas de cuero. El contraste que ofrecían con la blancura de las sábanas me introducía al ejercicio de ceremonias sólo explicables a imaginaciones viciosas. No me enseñó nada; es prescindible la mención de vasos con manchas de rouge en los bordes; calzones que exhibían aureolas de un amarillento sospechoso; cigarrillos aplastados; suéters que ostentaban estridentes caligrafías; cáscaras de queso; y un póster de la serie el amor vence (niño gordinflón, desnudo y calvo, acariciándose las zonas pudendas) que confirieron a mi dormitorio la libidinosa fisonomía de una pieza de burdel. Esa desdichada enajenación finalizó abruptamente. Liliana desapareció una tarde; y yo recuperé, poco a poco, como si atravesara una atroz convalecencia, mis antiguos códigos de conducta. La Liliana que retornó a mi departamento, en un anochecer tormentoso de sábado, me estremeció. El rostro, como pulido por una piedra de afilar; el pelo limpio y suelto; y un olor a jabón, a ducha, a castidad. No la monja provecta que cuida niños retardados o viejos malolientes, sino la enfermera de cara brillosa y lamida, endurecida y tensa, que pertenece a un clan, a una aristocracia que se arroga la misión de salvar a esa magma larval que los historiadores, por comodidad, llaman pueblo. Evité discutir con Liliana: su desprolija y apremiante versión del parricidio no me sedujo. Preferí mencionarle la memorable carta de Kafka a su padre. Su risa estalló, seca y despreciativa. Creyó insultarme: “sos un intelectual de mierda”. La erre de mierda vibró, metálica, en su boca. “No tanto, por favor”, repuse. “O ni siquiera eso; apenas un glosador de reminiscencias ajenas, 28
accidentalmente nacido en este país.” Me amenazó largamente: la justicia popular arreglaría cuentas, en breve, con los que, como yo, dudaban que el Sheraton Hotel pasara a ser el enfático albergue de los chicos que nacían en las villas miseria de Retiro o del Bajo Belgrano. Consumí dos tazas de café, mientras duró su arenga, desaforada y tanguera. Comenzaba a saborear la tercera cuando se fue. No la volví a ver. Pero supe de ella. Los elitistas abrumaron textos con una mezcla de confusas diatribas, epítetos generacionales y un nacionalismo de frases heroicas, patéticas e intransitables. Reivindicaron telúricas prosapias: feligreses de apellidos mediterráneos se encarnaron, ululantes, en estancieros incultos y abominables, famosos por sus espasmódicas cabalgatas bajo un cielo de plomo y calcinación, fundadores de corruptas republiquetas no más vastas que el círculo trazado por sus enmohecidas lanzas, y cuyo patriotismo se tasaba en lotes de veinticinco mil vacunos. La réplica a mi conjetura (aborrecible para los que ven en Sarmiento, solamente, un vampiro sediento de sangre gaucha), acerca de la perdurabilidad de ese misticismo inhóspito, tomó la forma clandestina del miedo. Los más estrepitosos hijos de una burguesía pudiente y exhibicionista —Liliana entre ellos— terminaron en anónimos cementerios, humillados, vendidos, delatados por hermanos, amantes, amigos del alma, porteros serviciales, ancianas que conservan orgullosamente su virginidad, votantes de ocasión, eficientes empleados de escribanías. El resto, los que salvaron el pellejo, sonorizan sus jactancias en la dulce nube de la emigración. Envejecen, se aproximan inexorablemente a la sensatez. Hablo con conocimiento de causa (aun cuando, tal vez, exagero): las exasperaciones juveniles evocan un instante bochornoso y ridículo de mi pasado. Hoy asimilo las ventajas del orden, las galas de las buenas costumbres. Quienes tenemos un mismo origen, excepcionalmente transgredimos las pautas de una idéntica evolución. VII A fines de diciembre de 1974, hice depositaria a Débora de mis deducciones. Una muchacha como Liliana, le dije, atrajo a Saúl, lo subyugó extorsivamente con el espejismo de una culpa que se redimiría en el servicio a los humillados y ofendidos. 29
- Page 2 and 3: CUENTOS ESCOGIDOS Andrés Rivera Pr
- Page 4 and 5: Índice Prólogo ..................
- Page 7 and 8: Prólogo La consagración, se sabe,
- Page 9 and 10: postergación del maximalismo revol
- Page 11 and 12: el poder o cede a la desesperanza.
- Page 13 and 14: 13 Una lectura de la historia
- Page 15 and 16: paradero y después unos tres kiló
- Page 17 and 18: de morcilla no demasiado gruesas. L
- Page 19 and 20: La paz que conquistamos I Tardó un
- Page 21 and 22: —No. —¿Bloom? —Usted es dema
- Page 23 and 24: opavejeros, prestamistas, rabinos,
- Page 25 and 26: niños judíos que preservarán la
- Page 27: llegaron puntuales; la muchacha que
- Page 31 and 32: enumeración de las reacciones de S
- Page 33 and 34: Prendió la luz del velador (era, a
- Page 35 and 36: XI Nos sentamos a comer en un resto
- Page 37 and 38: cara dormida.” Su padre lloraba.
- Page 39 and 40: suavemente—. Y yo la necesitaba:
- Page 41 and 42: seguramente fortuito. Cumplía el s
- Page 43 and 44: XIII Según los cánones establecid
- Page 45 and 46: concluyó su ominosa letanía, estu
- Page 47 and 48: —Sí —repitió Saúl. —Vos so
- Page 49 and 50: se extingan los furores de la pasi
- Page 51 and 52: epresión armada por uno de sus com
- Page 53 and 54: El país de los ganados y las miese
- Page 55 and 56: Jáuregui también los conoció. Se
- Page 57 and 58: afueras de Londres, detesta Irlanda
- Page 59 and 60: —Ladran —dijo Miguel —. Calla
- Page 61 and 62: Un tiempo muy corto, un largo silen
- Page 63 and 64: —¿Siempre hacés muecas? —Cuan
- Page 65 and 66: —Me voy —dice Carlos. Acompaño
- Page 67 and 68: y sus sonrisas indolentes, el filo
- Page 69 and 70: 2 Me quedé en Firmat. Y sí, eran
- Page 71 and 72: Una lámpara en su mesa; y el resto
- Page 73 and 74: Paro, dijo mi tío. Mire: éste es
- Page 75 and 76: —De acuerdo: no me apasiona la me
- Page 77 and 78: Campo en silencio Él les dijo a lo
accidentalmente nacido en este país.” Me amenazó largamente: la justicia<br />
popular arreglaría cuentas, en breve, con los que, como yo, dudaban que el<br />
Sheraton Hotel pasara a ser el enfático albergue de los chicos que nacían en las<br />
villas miseria de Retiro o del Bajo Belgrano.<br />
Consumí dos tazas de café, mientras duró su arenga, desaforada y<br />
tanguera. Comenzaba a saborear la tercera cuando se fue. No la volví a ver.<br />
Pero supe de ella.<br />
Los elitistas abrumaron textos con una mezcla de confusas diatribas,<br />
epítetos generacionales y un nacionalismo de frases heroicas, patéticas e<br />
intransitables. Reivindicaron telúricas prosapias: feligreses de apellidos<br />
mediterráneos se encarnaron, ululantes, en estancieros incultos y abominables,<br />
famosos por sus espasmódicas cabalgatas bajo un cielo de plomo y calcinación,<br />
fundadores de corruptas republiquetas no más vastas que el círculo trazado por<br />
sus enmohecidas lanzas, y cuyo patriotismo se tasaba en lotes de veinticinco mil<br />
vacunos.<br />
La réplica a mi conjetura (aborrecible para los que ven en Sarmiento,<br />
solamente, un vampiro sediento de sangre gaucha), acerca de la perdurabilidad<br />
de ese misticismo inhóspito, tomó la forma clandestina del miedo. Los más<br />
estrepitosos hijos de una burguesía pudiente y exhibicionista —Liliana entre<br />
ellos— terminaron en anónimos cementerios, humillados, vendidos, delatados<br />
por hermanos, amantes, amigos del alma, porteros serviciales, ancianas que<br />
conservan orgullosamente su virginidad, votantes de ocasión, eficientes<br />
empleados de escribanías. El resto, los que salvaron el pellejo, sonorizan sus<br />
jactancias en la dulce nube de la emigración. Envejecen, se aproximan<br />
inexorablemente a la sensatez.<br />
Hablo con conocimiento de causa (aun cuando, tal vez, exagero): las<br />
exasperaciones juveniles evocan un instante bochornoso y ridículo de mi<br />
pasado. Hoy asimilo las ventajas del orden, las galas de las buenas costumbres.<br />
Quienes tenemos un mismo origen, excepcionalmente transgredimos las pautas<br />
de una idéntica evolución.<br />
VII<br />
A fines de diciembre de 1974, hice depositaria a Débora de mis<br />
deducciones. Una muchacha como Liliana, le dije, atrajo a Saúl, lo subyugó<br />
extorsivamente con el espejismo de una culpa que se redimiría en el servicio a<br />
los humillados y ofendidos.<br />
29