Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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santos desangraron sus pies y las brujas ardieron contra el horizonte. Aquí, los señores levantaron sus castillos y la plebe los arrasó. Aquí Spinoza escribió su Ética y Galileo se retractó; aquí, Goethe alabó a Valmy. Aquí, la escritura transformó al hombre y el hombre al universo. Aquí, yo, un tejedor de Lodz, maté. David Stein tiró, certera y deliberadamente, sobre satisfechos burgueses que cultivaban anémonas a la luz de los hornos crematorios; tajeó tiernas cartas que describían los progresos de una granja en la profunda Bavaria o en la Baja Silesia, las torpezas insanables de los peones rusos o eslovenos o croatas que sustituían la siempre añorada dedicación de papá, y a los niños que preguntaban por papá, allá, en el frente; incendió vagones cargados de leche, pieles, bicicletas, aros, colchones, nafta, municiones, gorros, mantas, muñecas; minó puentes; y se supo libre, como jamás ser humano lo fue, en el acecho y en la destrucción. Regresó a Lodz, un día de junio de 1945. Esperó aún tres años para confiarle a su mujer: —Hablan por mí. No me creo obligado a aceptarlo. Ella lo miró, sentada en una silla de la oscura cocina. Parecía sereno; no había grasa en su cuerpo, ni canas en su pelo rubio, pero la voz sonaba como muerta. Sofía murmuró: —Estás enfermo. —Cerrá la boca, me dijeron. Dije que no. Decretaron que soy sospechoso. —David, estás enfermo. —Sí. David se levantó de su asiento, tomó un vaso de agua, se apoyó en el fogón. —No prendas la luz —pidió. Ella cruzó las manos en el regazo y esperó. David habló como si escuchara a otro. —Ves a una muchacha, que tiene todo en los lugares apropiados, y te decís: es ella. Pero no estirás el brazo, y en ese segundo en el que dejás de ser vos mismo, la muchacha da vuelta la esquina y se te pierde. Ahora ya es tarde: ésos hablan por vos, y ella es un sueño que morirá con vos. David escupió. El salivazo se estrelló contra el suelo. David adelantó un pie y esparció la flema con la suela de su bota. Oyó, durante un rato, su respiración y la de Sofía; movió la cabeza, apreciativamente, y dijo: “Stein, es el fin. Un tipo que se regodea con las oraciones sacramentales de un empresario de pompas fúnebres debe preparar sus maletas”. Veinticinco años más tarde se rectificó: All lost, nothing lost. Las palabras 26

llegaron puntuales; la muchacha que tenía todo en los lugares apropiados no agonizaba con él. (Estuve a punto de largar la risa al escuchar, en boca de Débora, la máxima stendhaliana. Me contuve no sé cómo. Pensé, creo, que el paso de los profetas inspira un número infinito de mordaces epigramas y, ay, reacciones menos pacíficas y olvidables que un profuso manojo de felices acotaciones.) David se limpió la boca con el dorso de la mano y le dijo a Sofía, los ojos vacíos: —Hacé las valijas. En la Argentina nació Saúl y murió Sofía. VI Leí, hace ya tiempo: Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida sea rica, ni densa, ni preciosa. Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí. ¿Y a arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya, que deje todo lo proyectado, mis investigaciones, mi libro? ¿Me despertaré dentro de algunos meses, dentro de algunos años, roto, desesperado, en medio de nuevas ruinas? Quisiera ver claro en mí, antes de que sea demasiado tarde. ¿Tarde para qué, Roquentin? Las masturbaciones metafísicas nunca envejecen: empiezan cuando usted entra a la sala. ¿Miedo? ¡Vamos, no joda! ¿De qué miedo habla? Aquí podríamos enseñarle una de las caras del miedo. O la cara. Usted, a veces, es muy gracioso, mesié Roquentin. Sí: soy un tipo que se deja ir. Mansamente. Aún hoy. Sin rebeldías, sin furor, encogiéndome de hombros. Pero sé a qué huele uno cuando el miedo lo toca; cuando uno lo palpa en el aire; cuando se desliza por la piel como una baba ligera y fétida. Sé cómo le pudre el alma a uno, le dobla las piernas, le ablanda los ojos. Me los miré en la calle, en la jeta de los otros. Flancitos húmedos, probos, azucarados; pequeñas viscosidades limpias, leves, transparentes, sin pasado. Y la boca. Ah, la boca. Se sabe: es la memoria de los desastres. Consigna general: callar. Porque la realidad es irreproducible y la literatura miente como una puta vieja, o como una dama que escamotea sus arrugas frente al espejo. Algo, sin embargo, es cierto: aprendimos a sobrevivir. Cada uno de nosotros conoce el precio que pagó. ¿Dije ya que me indigestaba redactando melosas exégesis de poetas parroquiales; que caminaba, solo, por el centro de la ciudad; que tomaba café, 27

santos desangraron sus pies y las brujas ardieron contra el horizonte. Aquí, los<br />

señores levantaron sus castillos y la plebe los arrasó. Aquí Spinoza escribió su<br />

Ética y Galileo se retractó; aquí, Goethe alabó a Valmy. Aquí, la escritura<br />

transformó al hombre y el hombre al universo. Aquí, yo, un tejedor de Lodz,<br />

maté.<br />

David Stein tiró, certera y deliberadamente, sobre satisfechos burgueses<br />

que cultivaban anémonas a la luz de los hornos crematorios; tajeó tiernas cartas<br />

que describían los progresos de una granja en la profunda Bavaria o en la Baja<br />

Silesia, las torpezas insanables de los peones rusos o eslovenos o croatas que<br />

sustituían la siempre añorada dedicación de papá, y a los niños que<br />

preguntaban por papá, allá, en el frente; incendió vagones cargados de leche,<br />

pieles, bicicletas, aros, colchones, nafta, municiones, gorros, mantas, muñecas;<br />

minó puentes; y se supo libre, como jamás ser humano lo fue, en el acecho y en<br />

la destrucción.<br />

Regresó a Lodz, un día de junio de 1945. Esperó aún tres años para<br />

confiarle a su mujer:<br />

—Hablan por mí. No me creo obligado a aceptarlo.<br />

Ella lo miró, sentada en una silla de la oscura cocina. Parecía sereno; no<br />

había grasa en su cuerpo, ni canas en su pelo rubio, pero la voz sonaba como<br />

muerta. Sofía murmuró:<br />

—Estás enfermo.<br />

—Cerrá la boca, me dijeron. Dije que no. Decretaron que soy sospechoso.<br />

—David, estás enfermo.<br />

—Sí.<br />

David se levantó de su asiento, tomó un vaso de agua, se apoyó en el<br />

fogón.<br />

—No prendas la luz —pidió.<br />

Ella cruzó las manos en el regazo y esperó. David habló como si escuchara<br />

a otro.<br />

—Ves a una muchacha, que tiene todo en los lugares apropiados, y te<br />

decís: es ella. Pero no estirás el brazo, y en ese segundo en el que dejás de ser<br />

vos mismo, la muchacha da vuelta la esquina y se te pierde. Ahora ya es tarde:<br />

ésos hablan por vos, y ella es un sueño que morirá con vos.<br />

David escupió. El salivazo se estrelló contra el suelo. David adelantó un<br />

pie y esparció la flema con la suela de su bota. Oyó, durante un rato, su<br />

respiración y la de Sofía; movió la cabeza, apreciativamente, y dijo: “Stein, es el<br />

fin. Un tipo que se regodea con las oraciones sacramentales de un empresario<br />

de pompas fúnebres debe preparar sus maletas”.<br />

Veinticinco años más tarde se rectificó: All lost, nothing lost. Las palabras<br />

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