Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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una década, de las tentaciones de la épica, sentó a Hitler en el Reichstag, y sumió a Polonia en el letargo de una República que exhibía pianistas melancólicos y patriotas de pechos constelados de medallas municipales. David Stein, aburrido, se casó. Era un hombre para dar: cerradas las puertas de la Historia, abrió las del Registro Civil. Sofía —una muchacha silenciosa y cálida— no fue la fiesta lujuriosa, el incendio voraz al que se prometían asistir los amigos de David, sino la calma, la sensatez para afrontar las crisis cotidianas, y la eficiencia en la cama. Débora nació en 1934. Hubo paseos en bote por el Lodka; la inscripción, en 1938, de la niña, en un instituto de danzas y la de David en una escuela de mecánica textil; frecuentación de kermesses, con tiro al blanco, cerveza en las noches de verano y montaña rusa. Deportes: natación, barras, lucha libre. Carreras de resistencia. Duchas heladas. Eliminación de grasa. Dietas. Pesas. Trote. Duchas heladas. Está claro, por Dios. ¿O no lo conocen a David?, preguntaban sus amigos polacos y judíos, como si fueran dueños de todas las respuestas. No pudo participar en los Juegos Olímpicos de Berlín; ahora quiere ganar las Macabeadas. Otros, más cautos, reflexionaban: piensa en el futuro. Se prepara para una ancianidad sin achaques. Por fin, no faltaron quienes se inclinaban por un diagnóstico simple y conciso: la mujer es frígida y él se volvió loco. No se habían agotado, aún, las conjeturas, cuando los nazis —robustos, displicentes, orgullosos— paseaban sus perros salvajes por las calles desoladas de Lodz. Fruncían la nariz, nazis y perros: Lodz olía mal, estrecha, sucia, vacía. La higiene es un führerprinzip, y David, que se bañaba todas las mañanas, fue a ver a los jefes de la comunidad judía. Lo escucharon con estupor. ¿A qué viene tanta alarma? No exageremos. Las leyes raciales, los comercios arrasados, la estrella amarilla: conocimos cosas peores, desde los tiempos de Jmelnitzky. Por favor, no exageremos. Le hablaron de Einstein, un gran hombre. Su palabra pesa. Los pondrá en vereda. Y la opinión pública mundial. El presidente de la United Steel, de la United Steel, ¿oís?, es judío. No se atreverán. Eso sí: no hay que provocarlos. ¿Quieren que llevemos una estrella amarilla en la manga? La llevaremos. ¿Y qué? ¿Es una vergüenza? No haremos nada que les sirva de pretexto para la represión. Ellos, allá; nosotros, aquí. Alemania es un país civilizado: no se la puede juzgar por un pequeño número de excéntricos. Sí, ególatras. ¿No voló Hess a Inglaterra? Están divididos: los blandos darán un golpe y acabarán con Hitler y su camarilla. Gott in himml! ¿Qué es o que te pasa? ¿Por qué esa cara? Algún día la guerra finalizará, y ellos, los judíos, volverán a respirar libremente, olvidados de todos, pero todos juntos en su ghetto. Y buenas muchachas judías se casarán con buenos muchachos judíos, y nacerán buenos 24

niños judíos que preservarán la ley y cuidarán a los ancianos y a las sinagogas y a los cementerios. David Stein escupió, el canalla, sobre ese sueño grácil y lisonjero, y maldijo, y amenazó. Cuando se serenó —y eso, por referencias de testigos imparciales, le llevó la noche entera— se dedicó, mudo, a fumigarlos con sus asquerosos cigarrillos. Sirvieron té y repartieron pedazos de duro pan negro, y alguien lloriqueó; y evocaron sus excursiones a Viena, Praga, París; a Jacob Ben Ami, el trágico entre los trágicos; y a Morris Schwartz: se lo disputan en Hollywood y es el invitado de honor en la mesa de míster Goldwyn; y a Buloff, Joseph Buloff, ay ay, el rey de los actores. ¿Y Scholem Aleijem?, carraspeó un viejo. Yo conocí a Scholem Aleijem. ¿Saben lo que dijo Gorki de Scholem Aleijem? ¡Qué tiempos, Gott! Movían la cabeza: sí, sí, llegaremos a Palestina y seremos felices. David los escuchó, la fría mirada sobre sus esqueletos; sobre sus cenizas; sobre los diarios que escribirían, furtiva y minuciosamente, canonizados por el hedor de la carnicería. Al carajo con ustedes, con sus repulsivas fantasías: somos inteligentes, somos cultos, somos distintos a los otros, sufrimos como nadie en la tierra. Toda esa basura, les digo, sirve para que Rotschild pueda sentarse a una mesa de póker, limpio de inhibiciones, con un grupo de nobles caballeros bautizados por la iglesia católica que le celebrarán, discretamente, como a un par, su champán, sus éxitos en la banca, su destreza de esquiador. La vida no es un negocio, dijo David Stein. No todos los alemanes son Hitler, le contestaron. Tampoco todos los judíos son borregos. Alzaron los brazos, gritaron su indignación, un vaso de té se volcó y el líquido tibio salpicó el piso sucio, polvoriento de la habitación. David Stein sonrió, recogió su gorra y salió a la noche. Ni siquiera saluda, el desgraciado, comentaron, acongojados, los hombres responsables. V David consiguió —sólo Dios sabe cómo— papeles polacos, arios, para Sofía y Débora. Y puso a madre e hija bajo la protección de un antiguo profesor de la escuela textil. Les pidió que no lo lloraran; el mundo iba a cambiar de base, como anuncia la canción: entonces, mis queridas, guarden los pañuelos. Fueron cuatro largos inviernos, contó David Stein. Aquí, en Europa, los 25

una década, de las tentaciones de la épica, sentó a Hitler en el Reichstag, y<br />

sumió a Polonia en el letargo de una República que exhibía pianistas<br />

melancólicos y patriotas de pechos constelados de medallas municipales.<br />

David Stein, aburrido, se casó. Era un hombre para dar: cerradas las<br />

puertas de la Historia, abrió las del Registro Civil. Sofía —una muchacha<br />

silenciosa y cálida— no fue la fiesta lujuriosa, el incendio voraz al que se<br />

prometían asistir los amigos de David, sino la calma, la sensatez para afrontar<br />

las crisis cotidianas, y la eficiencia en la cama. Débora nació en 1934.<br />

Hubo paseos en bote por el Lodka; la inscripción, en 1938, de la niña, en<br />

un instituto de danzas y la de David en una escuela de mecánica textil;<br />

frecuentación de kermesses, con tiro al blanco, cerveza en las noches de verano<br />

y montaña rusa. Deportes: natación, barras, lucha libre. Carreras de resistencia.<br />

Duchas heladas. Eliminación de grasa. Dietas. Pesas. Trote. Duchas heladas.<br />

Está claro, por Dios. ¿O no lo conocen a David?, preguntaban sus amigos<br />

polacos y judíos, como si fueran dueños de todas las respuestas. No pudo<br />

participar en los Juegos Olímpicos de Berlín; ahora quiere ganar las<br />

Macabeadas. Otros, más cautos, reflexionaban: piensa en el futuro. Se prepara<br />

para una ancianidad sin achaques. Por fin, no faltaron quienes se inclinaban por<br />

un diagnóstico simple y conciso: la mujer es frígida y él se volvió loco.<br />

No se habían agotado, aún, las conjeturas, cuando los nazis —robustos,<br />

displicentes, orgullosos— paseaban sus perros salvajes por las calles desoladas<br />

de Lodz. Fruncían la nariz, nazis y perros: Lodz olía mal, estrecha, sucia, vacía.<br />

La higiene es un führerprinzip, y David, que se bañaba todas las mañanas,<br />

fue a ver a los jefes de la comunidad judía. Lo escucharon con estupor. ¿A qué<br />

viene tanta alarma? No exageremos. Las leyes raciales, los comercios arrasados,<br />

la estrella amarilla: conocimos cosas peores, desde los tiempos de Jmelnitzky.<br />

Por favor, no exageremos.<br />

Le hablaron de Einstein, un gran hombre. Su palabra pesa. Los pondrá en<br />

vereda. Y la opinión pública mundial. El presidente de la United Steel, de la<br />

United Steel, ¿oís?, es judío. No se atreverán. Eso sí: no hay que provocarlos.<br />

¿Quieren que llevemos una estrella amarilla en la manga? La llevaremos. ¿Y<br />

qué? ¿Es una vergüenza? No haremos nada que les sirva de pretexto para la<br />

represión. Ellos, allá; nosotros, aquí. Alemania es un país civilizado: no se la<br />

puede juzgar por un pequeño número de excéntricos. Sí, ególatras. ¿No voló<br />

Hess a Inglaterra? Están divididos: los blandos darán un golpe y acabarán con<br />

Hitler y su camarilla. Gott in himml! ¿Qué es o que te pasa? ¿Por qué esa cara?<br />

Algún día la guerra finalizará, y ellos, los judíos, volverán a respirar<br />

libremente, olvidados de todos, pero todos juntos en su ghetto. Y buenas<br />

muchachas judías se casarán con buenos muchachos judíos, y nacerán buenos<br />

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