Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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opavejeros, prestamistas, rabinos, doctores, poetas, fabulistas, expendedores<br />
de carne kosher, guardianes de sinagogas, filósofos, narradores del eterno<br />
sufrimiento del pueblo del Libro y la circuncisión, los Stein fueron tejedores<br />
desde el comienzo de la genealogía familiar, allá por junio de 1848.<br />
Gente bravía los Stein, que no temían a hombre alguno, incluidos los<br />
polacos. Y en cuanto a Dios, ¿quién lo vio —preguntaba el padre de David, con<br />
una maligna sonrisa bajo los bigotes teñidos de tabaco— en los fuegos del año<br />
cinco, cuando la vida valía menos que un groszn, y el Diablo cabalgaba en los<br />
veloces caballos del zar, y nosotros, hombres de las tejedurías, lo desmontamos,<br />
más de una vez, con los puños desnudos, con sólo, óiganme bien, los puños<br />
desnudos? De modo que David se acostaba con todo tipo de polleras, en<br />
galpones oscuros, en vagones de carga, en casas deshabitadas, sin preguntas a<br />
las quejumbrosas doncellas si eran rusas que practicaban el rito bizantino,<br />
alemanas protestantes, hebreas ortodoxas, polacas librepensadoras o,<br />
simplemente, hembras que por unas horas descubrían las ventajas del<br />
agnosticismo, los deslumbramientos del adulterio, las delicias de la crueldad y<br />
la fantasía.<br />
Aplicaba ese mismo criterio a los propietarios de las tejedurías. “Todos se<br />
forran el mierdoso bolsillo de la misma manera”, repetía con viciosa monotonía.<br />
Es decir. Los respetaba tanto como un elefante las reglas del Código Civil.<br />
Esa irreverencia militante constituía uno de los motivos de la admiración<br />
que suscitaban en los goim. Los otros dos no cedían en importancia: una cultura<br />
alcohólica que le envidiaban veteranos curtidos en memorables encuentros con<br />
el vodka, y una izquierda letal.<br />
Pero seamos precisos —Débora encendió un cigarrillo y el humo envolvió,<br />
por un instante, su cara de ídolo—: una trompada formidable, una resistencia<br />
intrépida a las prodigalidades y los desvaríos de la ebriedad, y una aversión<br />
insolente por los que le pagaban el salario habilitaban, a David Stein, para<br />
aguantar, sin quejas, el paro forzoso. Un día de cada tres llegaba, con el<br />
estómago vacío, hasta los portones de la fábrica, hasta el anémico fulgor de sus<br />
ventanales, y sepultaba, en el impecable manejo de los telares, una rabia<br />
ponzoñosa que lo avejentaba: se sentía reducido a la impotencia y no había a<br />
quién romperle la jeta. Después, la madrugada desaparecía, las luces se<br />
apagaban, pero la lluvia seguía empapando los arrabales de Lodz.<br />
David Stein se aburría. Una confabulación de taimados usurpadores de<br />
bigote y guerrera —“el bigote y la guerrera que se preconizaban<br />
periódicamente como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad”,<br />
escribió un profeta fervoroso del estilo y de la cerveza, a propósito de los<br />
bastardos herederos de Bonaparte— y de barones de la industria, lo exilió, por<br />
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