Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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—¿Qué es? —Bronfn —dijo, y su risa, grave y ronca, estalló, burlona, en la tibieza asfixiante de la habitación. Tragué un líquido empalagoso y azucarado, cualquiera haya sido el nombre que la hermana de Saúl le asignó, y me pregunté qué hacía allí, entre esos muebles vastos y pesados, entre sillones de cojines aterciopelados y cuadros opacos y tristes, y con esa mujer que me había demolido tan ostensible e impiadosamente como una topadora puede hacerlo con un montículo de tierra seca. Ella dijo que nació en Lodz, al igual que su padre, David Stein, y su abuelo, y los hermanos de su padre, y el padre del abuelo. Y todos ellos —el bisabuelo, el abuelo, los hermanos de su padre y el propio David Stein— hombres duros, que no temían a Dios, fueron tejedores. Y si podía entender eso, cosa que puso en duda (“das lástima, porteño, con tus cuarenta años y pico encima, dejándote ir, solo, salvo la casual relación con Saúl, salvo estas sesiones de castigo que nos infligimos, y que, estúpida de mí, te concedo”), quizás aceptara que yo poseía la imaginación indispensable —la estólida, cartesiana imaginación de un goi— para que la suma de dos más dos arroje aproximadamente cuatro. Recuerdo esa tarde de setiembre de 1976, cuando el invierno se demoraba en la ciudad, por el chasquido desdeñoso e insolente de su voz, que se mezcló al rumor de la lluvia, a la laxitud que subía desde el colchón, un quieto mar de plumas fermentadas y enmohecidas en el que me movía como un pez atontado por el fragor de una carga de dinamita, y que perseveró, infatigable, hasta la llegada de la noche. —Dame más de eso —dije, entonces, y el sonido gutural cesó, y los dos, sumergidos en la temperatura irrespirable de esa bóveda, nos contemplamos en la esperanza y el ultraje y la desesperación que permanecían en el eco de la voz que había callado. —¿De esto? —preguntó Débora, mostrándome un botellón lleno de un brebaje espeso y rojo, los ojos glaciales en la cara inmóvil, arropada en una bata de rayas verticales, grises y blancas. —De eso. IV En Lodz, donde más de la mitad de los judíos eran patrones, comerciantes, 22

opavejeros, prestamistas, rabinos, doctores, poetas, fabulistas, expendedores de carne kosher, guardianes de sinagogas, filósofos, narradores del eterno sufrimiento del pueblo del Libro y la circuncisión, los Stein fueron tejedores desde el comienzo de la genealogía familiar, allá por junio de 1848. Gente bravía los Stein, que no temían a hombre alguno, incluidos los polacos. Y en cuanto a Dios, ¿quién lo vio —preguntaba el padre de David, con una maligna sonrisa bajo los bigotes teñidos de tabaco— en los fuegos del año cinco, cuando la vida valía menos que un groszn, y el Diablo cabalgaba en los veloces caballos del zar, y nosotros, hombres de las tejedurías, lo desmontamos, más de una vez, con los puños desnudos, con sólo, óiganme bien, los puños desnudos? De modo que David se acostaba con todo tipo de polleras, en galpones oscuros, en vagones de carga, en casas deshabitadas, sin preguntas a las quejumbrosas doncellas si eran rusas que practicaban el rito bizantino, alemanas protestantes, hebreas ortodoxas, polacas librepensadoras o, simplemente, hembras que por unas horas descubrían las ventajas del agnosticismo, los deslumbramientos del adulterio, las delicias de la crueldad y la fantasía. Aplicaba ese mismo criterio a los propietarios de las tejedurías. “Todos se forran el mierdoso bolsillo de la misma manera”, repetía con viciosa monotonía. Es decir. Los respetaba tanto como un elefante las reglas del Código Civil. Esa irreverencia militante constituía uno de los motivos de la admiración que suscitaban en los goim. Los otros dos no cedían en importancia: una cultura alcohólica que le envidiaban veteranos curtidos en memorables encuentros con el vodka, y una izquierda letal. Pero seamos precisos —Débora encendió un cigarrillo y el humo envolvió, por un instante, su cara de ídolo—: una trompada formidable, una resistencia intrépida a las prodigalidades y los desvaríos de la ebriedad, y una aversión insolente por los que le pagaban el salario habilitaban, a David Stein, para aguantar, sin quejas, el paro forzoso. Un día de cada tres llegaba, con el estómago vacío, hasta los portones de la fábrica, hasta el anémico fulgor de sus ventanales, y sepultaba, en el impecable manejo de los telares, una rabia ponzoñosa que lo avejentaba: se sentía reducido a la impotencia y no había a quién romperle la jeta. Después, la madrugada desaparecía, las luces se apagaban, pero la lluvia seguía empapando los arrabales de Lodz. David Stein se aburría. Una confabulación de taimados usurpadores de bigote y guerrera —“el bigote y la guerrera que se preconizaban periódicamente como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad”, escribió un profeta fervoroso del estilo y de la cerveza, a propósito de los bastardos herederos de Bonaparte— y de barones de la industria, lo exilió, por 23

—¿Qué es?<br />

—Bronfn —dijo, y su risa, grave y ronca, estalló, burlona, en la tibieza<br />

asfixiante de la habitación.<br />

Tragué un líquido empalagoso y azucarado, cualquiera haya sido el<br />

nombre que la hermana de Saúl le asignó, y me pregunté qué hacía allí, entre<br />

esos muebles vastos y pesados, entre sillones de cojines aterciopelados y<br />

cuadros opacos y tristes, y con esa mujer que me había demolido tan ostensible<br />

e impiadosamente como una topadora puede hacerlo con un montículo de<br />

tierra seca.<br />

Ella dijo que nació en Lodz, al igual que su padre, David Stein, y su<br />

abuelo, y los hermanos de su padre, y el padre del abuelo. Y todos ellos —el<br />

bisabuelo, el abuelo, los hermanos de su padre y el propio David Stein—<br />

hombres duros, que no temían a Dios, fueron tejedores. Y si podía entender eso,<br />

cosa que puso en duda (“das lástima, porteño, con tus cuarenta años y pico<br />

encima, dejándote ir, solo, salvo la casual relación con Saúl, salvo estas sesiones<br />

de castigo que nos infligimos, y que, estúpida de mí, te concedo”), quizás<br />

aceptara que yo poseía la imaginación indispensable —la estólida, cartesiana<br />

imaginación de un goi— para que la suma de dos más dos arroje<br />

aproximadamente cuatro.<br />

Recuerdo esa tarde de setiembre de 1976, cuando el invierno se demoraba<br />

en la ciudad, por el chasquido desdeñoso e insolente de su voz, que se mezcló al<br />

rumor de la lluvia, a la laxitud que subía desde el colchón, un quieto mar de<br />

plumas fermentadas y enmohecidas en el que me movía como un pez atontado<br />

por el fragor de una carga de dinamita, y que perseveró, infatigable, hasta la<br />

llegada de la noche.<br />

—Dame más de eso —dije, entonces, y el sonido gutural cesó, y los dos,<br />

sumergidos en la temperatura irrespirable de esa bóveda, nos contemplamos en<br />

la esperanza y el ultraje y la desesperación que permanecían en el eco de la voz<br />

que había callado.<br />

—¿De esto? —preguntó Débora, mostrándome un botellón lleno de un<br />

brebaje espeso y rojo, los ojos glaciales en la cara inmóvil, arropada en una bata<br />

de rayas verticales, grises y blancas.<br />

—De eso.<br />

IV<br />

En Lodz, donde más de la mitad de los judíos eran patrones, comerciantes,<br />

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