Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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las manos. Los dos escucharon el repiqueteante chasquido que emitía la cámara fotográfica y, en algún momento, el hombre dijo que había terminado. La mujer se echó una frazada sobre el cuerpo, y mujer y hombre volvieron a la cocina. La mujer sacó la carne del horno, y el hombre dijo que olía bien. Y cortó dos gruesas lonjas de carne, y enjuagó los vasos que usaron para tomar ginebra, y sirvió vino en los vasos enjuagados. La mujer le preguntó al hombre qué haría con las fotos. El hombre contestó que las vendería. La mujer preguntó por el precio de las fotos. El hombre dijo que las fotos se vendían al precio de lo que las fotos mostraban. La mujer pensó un rato. La mujer dijo, después de pensar un rato, que, para ella, esa relación era un misterio. El hombre se levantó, apagó el horno, dijo que la carne era tierna y jugosa, y que se serviría otro pedazo. ¿Comería ella otra porción? ¿O ensalada? La mujer le pidió un cigarrillo. El hombre abrió un paquete de cigarrillos, y ella tomó uno, y él se lo encendió. La mujer preguntó cuántas fotos vendía. El hombre dijo que las necesarias para vivir. La mujer preguntó, la boca llena de humo, qué hacía la gente con las fotos. El hombre limpió el plato con una rebanada de pan, masticó, y dijo que saber eso no era asunto suyo. Que su negocio era vender fotos. Que si la gente buscaba esas fotos, y compraba esas fotos, y no fotos de campos, de animales, montañas, lagos o mares, él le vendía esas fotos. El hombre miró, con atención, el plato que había limpiado con una rebanada de pan, y encendió un cigarrillo. El hombre largó una bocanada de humo, y dijo que, a los quince años, cuando la fotografía era —y ella podía creerle— su única pasión, supo que la gente bendice a los que la ayudan a olvidar. Dijo que cuando él cumpliera sesenta, en el año 2000, y vendiera fotografías como ésas para no pedir limosna, ocurriría lo mismo: la gente las compraría para lo que fuese que quisiera imaginar. ¿No le parecía a ella que él había hablado más de la cuenta? El hombre se durmió antes de que la mujer apagara la luz. Ella, junto al cuerpo de él, en la cama, escuchó la lluvia que caía, incesante, sobre el techo de la casa. Y ella, antes de apagar la luz, contempló, durante largo tiempo, al hombre que dormía, con la perfecta quietud de un chico sano y naturalmente crédulo. 206

Visa para ningún lado A mediados de 1970, a un año escaso de que poesías, ensayos, crónicas, evocaciones y otros épicos esfuerzos entretuvieran a amenos y, también, apasionados lectores (y oyentes) en algo que se denominó el cordobazo, Enrique Mercado se compró un Fiat 600. Y, de inmediato, se casó con Margarita Stephens, a quien su padre llamaba Miss Margaret. Enrique Mercado nació en Córdoba; Miss Margaret tuvo la misma ocurrencia. Pero los datos censales no registraron que Miss Margaret, mientras vivió, fue una mujer de movimientos suaves, casi etéreos, de voz suave y paso silencioso, y cuyas invitaciones a lo que fuere nadie osaba rechazar. Miss Margaret sabía sonreír. De modo que Mercado dijo que en los tres últimos años trabajó hasta el agotamiento para pagar, comprendidos los intereses, el estudio de abogado que su padre le ayudó a adquirir en el centro de la capital cordobesa. Y dijo que sí cuando Miss Margaret preguntó por qué Mercado, satisfecha la deuda moral que tenía con su padre, no se tomaba, junto con ella y su hermana Jenny, unas vacaciones. Y cuando Miss Margaret insinuó, con una sonrisa de porcelana, que las vacaciones, que iban a ser breves, podían implicar un viaje por la vieja y siempre inexplorada Europa, Mercado también dijo que sí. El padre de Miss Margaret y Miss Jenny declaró, con énfasis, que pocas veces en su vida escuchó una propuesta tan atinada como la de Miss Margaret, y que ése era un momento tan oportuno para viajar y descansar y conocer mundo como no recordaba otro igual. El padre de Miss Margaret y Miss Jenny dijo que la Argentina estaba enferma y empeñada en destruirse, y que nada era tan bueno como alejarse del maldito infierno al que se precipitaba el maldito país. Y dijo que escribiría a sus amigos de la RAF para que les gestionasen la radicación en Gran Bretaña, y que no le discutieran esa idea porque era la mejor que tuvo en mucho más tiempo del que le agradaría admitir. Y les adelantó, a sus hijas, una porción poco significativa de la herencia que recibirían cuando él muriera. (Asegúrense, mis niñas, que yo esté muerto y bien muerto, dijo el padre de Miss Margaret y Miss 207

las manos.<br />

Los dos escucharon el repiqueteante chasquido que emitía la cámara<br />

fotográfica y, en algún momento, el hombre dijo que había terminado. La mujer<br />

se echó una frazada sobre el cuerpo, y mujer y hombre volvieron a la cocina.<br />

La mujer sacó la carne del horno, y el hombre dijo que olía bien. Y cortó<br />

dos gruesas lonjas de carne, y enjuagó los vasos que usaron para tomar ginebra,<br />

y sirvió vino en los vasos enjuagados. La mujer le preguntó al hombre qué haría<br />

con las fotos. El hombre contestó que las vendería. La mujer preguntó por el<br />

precio de las fotos. El hombre dijo que las fotos se vendían al precio de lo que<br />

las fotos mostraban. La mujer pensó un rato. La mujer dijo, después de pensar<br />

un rato, que, para ella, esa relación era un misterio.<br />

El hombre se levantó, apagó el horno, dijo que la carne era tierna y jugosa,<br />

y que se serviría otro pedazo. ¿Comería ella otra porción? ¿O ensalada? La<br />

mujer le pidió un cigarrillo. El hombre abrió un paquete de cigarrillos, y ella<br />

tomó uno, y él se lo encendió.<br />

La mujer preguntó cuántas fotos vendía. El hombre dijo que las necesarias<br />

para vivir. La mujer preguntó, la boca llena de humo, qué hacía la gente con las<br />

fotos. El hombre limpió el plato con una rebanada de pan, masticó, y dijo que<br />

saber eso no era asunto suyo. Que su negocio era vender fotos. Que si la gente<br />

buscaba esas fotos, y compraba esas fotos, y no fotos de campos, de animales,<br />

montañas, lagos o mares, él le vendía esas fotos.<br />

El hombre miró, con atención, el plato que había limpiado con una<br />

rebanada de pan, y encendió un cigarrillo. El hombre largó una bocanada de<br />

humo, y dijo que, a los quince años, cuando la fotografía era —y ella podía<br />

creerle— su única pasión, supo que la gente bendice a los que la ayudan a<br />

olvidar. Dijo que cuando él cumpliera sesenta, en el año 2000, y vendiera<br />

fotografías como ésas para no pedir limosna, ocurriría lo mismo: la gente las<br />

compraría para lo que fuese que quisiera imaginar. ¿No le parecía a ella que él<br />

había hablado más de la cuenta?<br />

El hombre se durmió antes de que la mujer apagara la luz. Ella, junto al<br />

cuerpo de él, en la cama, escuchó la lluvia que caía, incesante, sobre el techo de<br />

la casa. Y ella, antes de apagar la luz, contempló, durante largo tiempo, al<br />

hombre que dormía, con la perfecta quietud de un chico sano y naturalmente<br />

crédulo.<br />

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