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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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para reproducir —con el frívolo provincianismo que el turista emplea para<br />

llenar los espacios libres de una tarjeta postal— la inscripción que los SS<br />

clavaron en el pórtico de Buchenwald.<br />

Saúl, pensó, es demasiado joven para bromear.<br />

II<br />

Débora es la hermana de Saúl.<br />

En 1972, Hugo renunció a perpetrar melancólicas apologías de Arturo<br />

Capdevila o Francisco Luis Bernárdez, o desaprensivas perífrasis acerca de la<br />

democrática vigencia de la ley de educación común en zonas donde los chicos<br />

mueren como moscas atrapados por la desnutrición, el mal de Chagas, las<br />

diarreas estivales y otras cristianas desprolijidades, para aceptar el cargo de<br />

Oficial de Administración en un híbrido organismo internacional.<br />

Ese año, los hijos de las familias pudientes decidieron que Dios es criollo.<br />

Y limpios, puros e implacables dispensaron la gracia o la excomunión.<br />

Ejercieron un vicariato efusivo, frenético y hasta condescendiente, que Hugo<br />

eludió, entregándose, sigilosamente, a placeres menos escandalosos que la<br />

herejía o el apostolado: le fascinó establecer un orden imperturbable en las<br />

confusas finanzas de la oficina; se anotó en un ciclo cinematográfico dedicado a<br />

Buster Keaton; y comenzó a frecuentar los baños turcos.<br />

Ese año, Hugo conoció a Saúl —antes que a Débora, naturalmente— en un<br />

seminario de Matemáticas aplicadas.<br />

Fue así: Hugo distribuyó sillas, anotadores y biromes en la sala de<br />

conferencias; calentó café en tres grandes jarras y dio instrucciones a un<br />

ordenanza para que lo sirviera sin molestar a los asistentes.<br />

—¿Qué tal anduvo la charla? —le preguntó Saúl, de improviso, cuando se<br />

apagó el murmullo de los comentarios, cuando el salón se vació, su voz<br />

desprovista de la mordacidad, el ímpetu y la devoción con que ilustró el<br />

crecimiento de las variables y la fastuosa impecabilidad del infinito.<br />

Hugo observó al muchacho —ambos habían intercambiado, en los días<br />

previos al curso, algunas palabras distraídas, algunas imprecisas referencias al<br />

trabajo, alguna vaga promesa burocrática—, que tenía polvo de tiza en las<br />

manos y el saco, y una barba corta y rubia que brillaba, húmeda, en la cara<br />

pálida y tensa, y ansiosos ojos grises, y un cuerpo menudo y ágil.<br />

—Joyce, en Trieste, batiéndose por un Parnell devastado por los puritanos.<br />

—Bueno —dijo Saúl, y se rió—. Bueno. ¿Dédalus no?<br />

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