Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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voz. Recuerdo su bufanda, lo frías que eran sus manos, esa manera de caminar. No, yo no soy Demetrio. Yo no soy Demetrio, que se sienta, todas las noches de su muerte, en una pieza de paredes blancas, bajo la luz amarilla de una lámpara, y empuña el fierro, y lo lleva hasta el corazón. Es octubre, y anochece, y cruzo la avenida San Martín, y ahí está la General Motors, y las luces se encienden porque anochece, y el viento de octubre trae un olor a lo que sea que crece a los costados de los caminos, allá donde no hay nadie. Nicolás dice: —Vamos a tomarnos una ginebra, Gregorio. Yo no pienso en nada, parado en la vereda de la General Motors, una mano en el manubrio de la bicicleta, y la otra en el bolsillo del pantalón, la paga de la changa en el bolsillo del pantalón, y la cara del roñoso, floja, en la paga de la changa que se calienta en el bolsillo del pantalón. Así son las cosas, Demetrio: están los que se matan y están los que aguantan. Y ni el balazo, Demetrio, ni el aguante prueban nada. Yo, de pie, estrujo, en el bolsillo, el miedo del roñoso, y es octubre, y alguien me invita a tomar ginebra, y nada, nada de lo que a uno le pasa se debe al puro azar. Anochece, sí, y sopla un viento frío, y Nicolás, que se me planta en la vereda de la General Motors, con esa cara de hombre que no llega tarde a sus citas, dice: —Vamos a tomar una ginebra, Gregorio. Nicolás elige una mesa pegada a la ventana del bar, y yo apoyo la bicicleta, despacio, contra la ventana del bar, y me tomo, despacio, la primera ginebra, y la paladeo, despacio, y la ginebra, despacio, me calienta el cuerpo. Y tenemos tiempo. Nicolás ordena al mozo que deje la botella de la Bols en la mesa, junto a los vasos. —¿Por dónde anduvo? —Por muchos lados. En uno de esos camiones que cargan lo que sea. Nicolás no cambió: alto, flaco, y esa cara. —¿Sabe lo que le dije a Elsa?... Nicolás se va sin avisar. Y cualquier día de éstos, vuelve. Y ella me sale con que no se fue por lo que vos pensás. Y yo que le digo que ése, por vos, está metido en algo. Nicolás sirve otra vuelta de ginebra, me ofrece un cigarrillo, y prende el suyo. Y me mira. —Elsa... ¿bien? —Vos la conocés —le contesto—. Fuerte como un caballo. —Sí —dice Nicolás. —Fuerte como un caballo —y largo una bocanada de humo, y aflojo las 198

piernas, y me apoyo en el respaldo de la silla—. Pero cuando se empaca, no sé. —Sí —dice Nicolás, que me mira, y fuma. —Mejor no hablo de Elsa —le digo, las piernas flojas, apoyado en el respaldo de la silla, el trago de ginebra calentándome las encías. —Sí —dice Nicolás, que me mira, y tiene esa cara. —Vos estás metido en algo —le digo, otra vez. Nicolás se ríe. Y ahí me doy cuenta de que lo tuteo desde hace un rato. Es como me siento: la paga de la changa en el bolsillo, la bicicleta apoyada contra la ventana del bar, el calor de la ginebra en el cuerpo, los roñosos a mis espaldas, y yo sin miedo, plantándome un Particulares liviano entre los labios. Y el viento de octubre, allí, afuera, con un olor a caminos, y a silencios que uno nunca verá. —¿Vos creés? —pregunta él. —Se te nota —digo yo. —¿Se me nota? —La cara. No es malo el Particulares liviano. Y tampoco palpar el atado de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Antes yo fumaba Gavilán. O Tecla. Esas marcas desaparecieron. Pero el tabaco del Particulares liviano no es malo. Y no es malo meter la mano en el bolsillo de la camisa, porque tengo tiempo, y ofrecerle un cigarrillo a Nicolás. —¿Qué tiene mi cara? —pregunta él. —Se ve que andás en algo —digo yo. —Se me nota —dice él—. ¿Cómo se me nota? —Se te nota —digo yo. —Bueno —dice él. —Contá con el rancho —digo yo—. No está quemado. —¿Usar tu casa? —pregunta Nicolás, que vuelve a llenar los vasos, que alza el suyo, y que mira a través del vidrio grueso de su vaso. —Un tipo como vos debe estar metido en algo —le digo. Nicolás, que me mira, baja su vaso, y me sonríe, y pregunta: —¿Tenés otro cigarrillo? —Tengo... ¿No fumás mucho, vos? —Lo necesario —responde él, y achata el cigarrillo con los dedos. —¿Siempre hacés lo necesario? —y ahora soy yo el que sonríe. —No siempre —dice Nicolás, que enciende el cigarrillo achatado. —¿Vas a usar la pieza, entonces? —le pregunto. —La vamos a usar —contesta él. Nicolás no es de los que se achican. Yo lleno su vaso y el mío, y lo miro y, 199

voz. Recuerdo su bufanda, lo frías que eran sus manos, esa manera de caminar.<br />

No, yo no soy Demetrio. Yo no soy Demetrio, que se sienta, todas las noches de<br />

su muerte, en una pieza de paredes blancas, bajo la luz amarilla de una<br />

lámpara, y empuña el fierro, y lo lleva hasta el corazón.<br />

Es octubre, y anochece, y cruzo la avenida San Martín, y ahí está la<br />

General Motors, y las luces se encienden porque anochece, y el viento de<br />

octubre trae un olor a lo que sea que crece a los costados de los caminos, allá<br />

donde no hay nadie.<br />

Nicolás dice:<br />

—Vamos a tomarnos una ginebra, Gregorio.<br />

Yo no pienso en nada, parado en la vereda de la General Motors, una<br />

mano en el manubrio de la bicicleta, y la otra en el bolsillo del pantalón, la paga<br />

de la changa en el bolsillo del pantalón, y la cara del roñoso, floja, en la paga de<br />

la changa que se calienta en el bolsillo del pantalón. Así son las cosas, Demetrio:<br />

están los que se matan y están los que aguantan. Y ni el balazo, Demetrio, ni el<br />

aguante prueban nada. Yo, de pie, estrujo, en el bolsillo, el miedo del roñoso, y<br />

es octubre, y alguien me invita a tomar ginebra, y nada, nada de lo que a uno le<br />

pasa se debe al puro azar.<br />

Anochece, sí, y sopla un viento frío, y Nicolás, que se me planta en la<br />

vereda de la General Motors, con esa cara de hombre que no llega tarde a sus<br />

citas, dice:<br />

—Vamos a tomar una ginebra, Gregorio.<br />

Nicolás elige una mesa pegada a la ventana del bar, y yo apoyo la<br />

bicicleta, despacio, contra la ventana del bar, y me tomo, despacio, la primera<br />

ginebra, y la paladeo, despacio, y la ginebra, despacio, me calienta el cuerpo. Y<br />

tenemos tiempo. Nicolás ordena al mozo que deje la botella de la Bols en la<br />

mesa, junto a los vasos.<br />

—¿Por dónde anduvo?<br />

—Por muchos lados. En uno de esos camiones que cargan lo que sea.<br />

Nicolás no cambió: alto, flaco, y esa cara.<br />

—¿Sabe lo que le dije a Elsa?... Nicolás se va sin avisar. Y cualquier día de<br />

éstos, vuelve. Y ella me sale con que no se fue por lo que vos pensás. Y yo que le<br />

digo que ése, por vos, está metido en algo.<br />

Nicolás sirve otra vuelta de ginebra, me ofrece un cigarrillo, y prende el<br />

suyo. Y me mira.<br />

—Elsa... ¿bien?<br />

—Vos la conocés —le contesto—. Fuerte como un caballo.<br />

—Sí —dice Nicolás.<br />

—Fuerte como un caballo —y largo una bocanada de humo, y aflojo las<br />

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