Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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oscuro y vidrio del edificio en uno de cuyos pisos una mujer espera, en la penumbra de una habitación de persianas cerradas, que algo se cumpla. El hombre tomó, ya, tres cafés. El hombre mira el reloj, detrás de la barra. Paga los tres cafés, deja una propina para la muchacha de los pantalones negros y cintura estrecha, y sale del bar. El hombre cruza la avenida, abre la puerta del edificio en uno de cuyos pisos hay un departamento en penumbras, y espera el ascensor. El ascensor abre sus puertas, y él aprieta uno de sus últimos botones. El ascensor cierra sus puertas y comienza a subir, silencioso y suave. La vibración en los muslos del hombre se extinguió. El hombre tiene las manos frías. El departamento, como el hombre lo esperaba, está en penumbras. El hombre sabe que son más de las cuatro de la tarde. El hombre mira el jean y el pullover azul de la mujer tirados en el piso del comedor en penumbras, cerca de la cama de una plaza. El hombre mira el cabello de la mujer acostada en la cama de una plaza, bajo la ventana que da al río. El cabello de la mujer brilla en la penumbra de la pieza. El hombre se sienta en un sillón bajo, que mira a la cama de una plaza en la que una mujer desnuda duerme de cara a la pared, tapada por una frazada color té. El hombre se dice, como se dijo otras veces, que el silencio, la penumbra, y la tibieza de la habitación quizá le hagan cerrar los ojos, pero que debe esperar. 192
Preguntas Al Sergio le faltan dos dientes, ahí, adelante, de los de abajo. A veces, cuando habla, le sale como un silbido. Y se le cayó el pelo, al Sergio. Parece un cura, de ésos de antes. Pero donde se le cayó el pelo, tiene la piel suave y rosada. Y de noche, cuando los chicos duermen, y el Lucio carga a una loquita en su moto, y la loquita acomoda su culo a espaldas del Lucio, y la loquita grita, espantada, porque el Lucio toma las curvas desiertas de la ruta nueve como si volara, yo, a esa hora, le toco, al Sergio, la piel suave y tibia de la cabeza, allí donde se le cayó el pelo, y el Sergio se calienta. Se le estremecen los hombros, en la oscuridad de la cama, y, ya despierto, se da vuelta hacia mí, y su camiseta de lana, y su calzoncillo largo huelen a sudor, y a orina, y a no sé qué otra cosa agria y crujiente, y su lengua murmura palabras de alabanza a lo que yo soy, para él, en esos minutos de prueba, mi putona guacha yegüita mi buena. Y suspira. Y yo escucho, mientras el Sergio se quita, a los manotones, la camiseta de lana y el calzoncillo largo, la respiración de las chicas en la otra pieza, y al Lucio que endereza su moto, la loquita pegada a su espalda, caliente, que le implora, al Lucio, que pare, que frene, por favor, que ella se hace pis encima. Y el Sergio se alza sobre mí, y yo, al Sergio que se alzó sobre mí, le toco lo que le cuelga entre las piernas, que es como un muñón, y el muñón lo tiene como de piedra, y le digo entre, y es una orden la que le doy, y el Sergio me entra con su muñón. Y cuando el Sergio entra en mí, soy yo la que tiemblo y acepto, y me rindo, gorda, blanda, sumisa. El Sergio tiene la mano pesada. Y es tan alto y tan fuerte como cuando lo conocí; como cuando venía a sentarse al otro lado de la mesa, y se quedaba mirándome, callado, alto y fuerte bajo la luz de la lámpara, y yo miraba, en la mesa de la cocina, junto a sus manos cerradas alrededor de una taza de café, la bolsa de carne y de huesos que él traía del frigorífico donde solía conseguir changas de matarife. Y yo no hablaba del Cony, que nos cagaba a puñetes a las chicas y a mí. 193
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Preguntas<br />
Al Sergio le faltan dos dientes, ahí, adelante, de los de abajo. A veces,<br />
cuando habla, le sale como un silbido.<br />
Y se le cayó el pelo, al Sergio. Parece un cura, de ésos de antes. Pero donde<br />
se le cayó el pelo, tiene la piel suave y rosada. Y de noche, cuando los chicos<br />
duermen, y el Lucio carga a una loquita en su moto, y la loquita acomoda su<br />
culo a espaldas del Lucio, y la loquita grita, espantada, porque el Lucio toma las<br />
curvas desiertas de la ruta nueve como si volara, yo, a esa hora, le toco, al<br />
Sergio, la piel suave y tibia de la cabeza, allí donde se le cayó el pelo, y el Sergio<br />
se calienta. Se le estremecen los hombros, en la oscuridad de la cama, y, ya<br />
despierto, se da vuelta hacia mí, y su camiseta de lana, y su calzoncillo largo<br />
huelen a sudor, y a orina, y a no sé qué otra cosa agria y crujiente, y su lengua<br />
murmura palabras de alabanza a lo que yo soy, para él, en esos minutos de<br />
prueba, mi putona guacha yegüita mi buena. Y suspira. Y yo escucho, mientras el<br />
Sergio se quita, a los manotones, la camiseta de lana y el calzoncillo largo, la<br />
respiración de las chicas en la otra pieza, y al Lucio que endereza su moto, la<br />
loquita pegada a su espalda, caliente, que le implora, al Lucio, que pare, que<br />
frene, por favor, que ella se hace pis encima.<br />
Y el Sergio se alza sobre mí, y yo, al Sergio que se alzó sobre mí, le toco lo<br />
que le cuelga entre las piernas, que es como un muñón, y el muñón lo tiene<br />
como de piedra, y le digo entre, y es una orden la que le doy, y el Sergio me<br />
entra con su muñón. Y cuando el Sergio entra en mí, soy yo la que tiemblo y<br />
acepto, y me rindo, gorda, blanda, sumisa.<br />
El Sergio tiene la mano pesada.<br />
Y es tan alto y tan fuerte como cuando lo conocí; como cuando venía a<br />
sentarse al otro lado de la mesa, y se quedaba mirándome, callado, alto y fuerte<br />
bajo la luz de la lámpara, y yo miraba, en la mesa de la cocina, junto a sus<br />
manos cerradas alrededor de una taza de café, la bolsa de carne y de huesos que<br />
él traía del frigorífico donde solía conseguir changas de matarife. Y yo no<br />
hablaba del Cony, que nos cagaba a puñetes a las chicas y a mí.<br />
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