Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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La espera La mujer dice: —No hagas ruido, ¿querés? El hombre deja el diario sobre la mesa, y mira a la mujer, que se acostó vestida con un jean y un pullover azul, en la cama de una plaza, ahí, bajo la ventana que da al río. El hombre se pone de pie, en silencio, lentamente, y le vibran los muslos, y mira la luz que viene del río y, después, el cielo de la tarde que recién comienza y, después, el pelo de la mujer que se acostó en la cama de una plaza, vestida con un jean y un pullover azul, ajustado el pullover azul por el cinturón del jean. —Cuando te vayas, cerrá las persianas. Y prendé la estufa —dice la mujer que se acostó, los pies descalzos, vestida, y sin nada debajo del pullover azul, ajustado el pullover azul a las tetas todavía jóvenes, y que él sabe perfumadas, a los pezones erectos, a la levísima redondez del vientre. —Volvé a las cuatro —dice la mujer, los ojos cerrados, y la voz de ella suena fatigada de espaldas a la luz que viene del río y el cielo gris, de la tarde que recién comienza. El hombre, que miró el cuerpo encogido de la mujer bajo la frazada que lo cubre, sabe —eso también sabe— que la mujer, vestida con un pullover azul y un jean, espera, tensa, que él cierre las persianas del departamento, prenda la estufa, y se vaya, y no regrese hasta la hora que ella dijo que regrese; de cara a la pared, los ojos cerrados. El hombre, en silencio, prende la estufa, y cierra, una a una, las persianas de la ventana que da a la ancha avenida que corta la ciudad en dos y se interna largamente en la provincia, y cierra, también, las persianas de la ventana que da al río. Y el hombre, de pie en la tibia penumbra de la habitación, escucha cómo la vibración que le recorre los muslos sube a su pecho, y al cuello y, quizás, a los nervios de las manos. Y el hombre se pregunta —y ya no le importa la respuesta, ninguna respuesta— por la suavidad de la vibración, por su persistencia, y por qué ruega, desesperado, que no se extinga. 190

El hombre, de pie en la penumbra de la habitación, cierra los ojos, y desea retener esa vibración suave y persistente que le eriza la piel del cuerpo, y, entonces, vuelve a cerrar los ojos, y desea que unas manos le acaricien las tetillas, el bajo vientre, la oscura, rala pelambre del bajo vientre, la lenta erección del miembro. El hombre, de espaldas a la mujer vestida y descalza y tensa, acostada en la cama de una plaza, y tapada con una frazada color té, abre la puerta del departamento en penumbras. El hombre que sale del departamento, y camina hacia la puerta del ascensor y, de pie en el pasillo mal iluminado, llama al ascensor, se obliga a recordar que, en algún tiempo que se le antoja remoto, quitó los zapatos y las medias de esos pies y de esas piernas tapados, ahora, por una frazada color té, y los besó, y una mujer miró, pies y piernas desnudos, ensimismada, cómo él le ofrecía, la cabeza gacha, la espalda doblada, ciego, y con el fervor de un disciplinante, la sal de sus desamparos. El hombre cruza la avenida, en la tarde que recién se inicia, y entra al bar. Se sienta a una mesa desde la que puede observar la puerta de metal oscuro y vidrio del edificio que abandonó hace, exactamente, tres minutos. El hombre pide café, y espera. Una muchacha le sirve el café que pidió y, cuando la muchacha se aleja con una sonrisa estereotipada en la cara pequeña, él le mira la grupa. Carnosa la grupa: abulta, la grupa, el pantalón negro que viste la muchacha, y que se estrecha en las pantorrillas y en la cintura. El hombre deja enfriar el café. El hombre se enfría. El hombre mira autos rojos, autos negros, autos azules que corren en las dos direcciones de la avenida. Hombres, mujeres, perros, en los autos rojos, negros y azules que corren en las dos direcciones de la avenida. El hombre mira el paño verde de una mesa de pool, y las luces que penden sobre el paño verde de la mesa de pool. Dos tipos jóvenes golpean, con sus largos tacos, uno después del otro, las bolas en la mesa de paño verde. No hablan entre sí: se miran golpear las bolas, y toman cerveza fría directamente de la boca de botellas frías y alargadas, color marrón, que recogen de una mesa pegada a la pared del fondo del local, y en la que brillan tres botellas vacías de cerveza, frías y alargadas, y de color marrón. El hombre pide otro café. Y espera. Mira la grupa de la muchacha que le sirvió el café. Mira la tarde que crece, melancólica, sobre los árboles desnudos, en la calle, y mira el brillo de los autos de vidrios polarizados que zumban en la avenida, cuando la luz de los semáforos les da paso, y mira la puerta de metal 191

El hombre, de pie en la penumbra de la habitación, cierra los ojos, y desea<br />

retener esa vibración suave y persistente que le eriza la piel del cuerpo, y,<br />

entonces, vuelve a cerrar los ojos, y desea que unas manos le acaricien las<br />

tetillas, el bajo vientre, la oscura, rala pelambre del bajo vientre, la lenta erección<br />

del miembro.<br />

El hombre, de espaldas a la mujer vestida y descalza y tensa, acostada en<br />

la cama de una plaza, y tapada con una frazada color té, abre la puerta del<br />

departamento en penumbras.<br />

El hombre que sale del departamento, y camina hacia la puerta del<br />

ascensor y, de pie en el pasillo mal iluminado, llama al ascensor, se obliga a<br />

recordar que, en algún tiempo que se le antoja remoto, quitó los zapatos y las<br />

medias de esos pies y de esas piernas tapados, ahora, por una frazada color té, y<br />

los besó, y una mujer miró, pies y piernas desnudos, ensimismada, cómo él le<br />

ofrecía, la cabeza gacha, la espalda doblada, ciego, y con el fervor de un<br />

disciplinante, la sal de sus desamparos.<br />

El hombre cruza la avenida, en la tarde que recién se inicia, y entra al bar.<br />

Se sienta a una mesa desde la que puede observar la puerta de metal oscuro y<br />

vidrio del edificio que abandonó hace, exactamente, tres minutos.<br />

El hombre pide café, y espera. Una muchacha le sirve el café que pidió y,<br />

cuando la muchacha se aleja con una sonrisa estereotipada en la cara pequeña,<br />

él le mira la grupa. Carnosa la grupa: abulta, la grupa, el pantalón negro que<br />

viste la muchacha, y que se estrecha en las pantorrillas y en la cintura.<br />

El hombre deja enfriar el café. El hombre se enfría. El hombre mira autos<br />

rojos, autos negros, autos azules que corren en las dos direcciones de la<br />

avenida. Hombres, mujeres, perros, en los autos rojos, negros y azules que<br />

corren en las dos direcciones de la avenida.<br />

El hombre mira el paño verde de una mesa de pool, y las luces que penden<br />

sobre el paño verde de la mesa de pool. Dos tipos jóvenes golpean, con sus<br />

largos tacos, uno después del otro, las bolas en la mesa de paño verde. No<br />

hablan entre sí: se miran golpear las bolas, y toman cerveza fría directamente de<br />

la boca de botellas frías y alargadas, color marrón, que recogen de una mesa<br />

pegada a la pared del fondo del local, y en la que brillan tres botellas vacías de<br />

cerveza, frías y alargadas, y de color marrón.<br />

El hombre pide otro café. Y espera. Mira la grupa de la muchacha que le<br />

sirvió el café. Mira la tarde que crece, melancólica, sobre los árboles desnudos,<br />

en la calle, y mira el brillo de los autos de vidrios polarizados que zumban en la<br />

avenida, cuando la luz de los semáforos les da paso, y mira la puerta de metal<br />

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