Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Los hijos del Mesías Esa noche releí Islas en el Golfo; para ser más exacto: releí la larga conversación que, casi sin decaimientos, reúne a Thomas Hudson y Liliana La Honesta, en el café Floridita. Y creo recordar que un viento frío corría por las calles de La Habana, fenómeno climático que atrajo mi atención. No por demasiado tiempo: el tiempo, quizá, que yo demoré en decirme que La Habana es esa ciudad que Hemingway amó a las ocho de la mañana. Fue entonces que escuché cómo la lluvia golpeaba en los vidrios de las dos ventanas del comedor: la que da al río y la otra. Cerré el libro y lo dejé sobre mis rodillas, y me recosté en el sillón, y escuché la lluvia, y la escuché, y la escuché golpear en los vidrios de las dos ventanas del comedor, y en una ciudad que olía a carne asada y demolición, y pensé que era hora de que tomara una ginebra —Thomas Hudson, en su larga conversación con Liliana La Honesta, ya se había despachado, con un coraje tenaz y sin alardes, una docena de daiquiris en la barra del Floridita—, pero volví al sereno diálogo del pintor y la puta. Fue entonces, creo, que Natalia se levantó del diván, y pasó por encima de mi pierna derecha —pasó entre mi tobillo derecho, para hablar con propiedad, y la turbación de Hudson al confesar que, en sus años mozos, se acostó con tres muchachas a la vez—, y entró a la cocina. Luego, cuando finalizaba la sobria evocación de Hudson del acceso a la virilidad de un joven americano, borracho y de fortuna, Natalia salió de la cocina, abrió la puerta del departamento, y la cerró suavemente detrás de sí. Yo dejé la novela en el piso del departamento, al pie del sillón, y, a mi vez, entré a la cocina, y busqué la botella de ginebra, en un aparador, debajo de la pileta. Me serví medio vaso, y agregué dos cubitos de hielo al medio vaso de ginebra. Volví al comedor, el vaso de ginebra en una mano y los cubitos de hielo golpeando en las paredes del vaso, y miré, por una de las ventanas del comedor, la lluvia que cubría la noche de la ciudad y la calle vacía, allá, abajo, y el agua del río que avanzaba lentamente por la calle vacía, iluminada por escasos y débiles faroles de luz que se mecían de altas columnas de hierro. 184

Tomé un trago de ginebra, me senté en el sillón, levanté del suelo el libro que, dicen, Hemingway guardó en una caja de hierro, y no alcanzó a corregir o reescribir o condenar al silencio perpetuo. Natalia abrió la puerta del departamento, y la cerró, y se acercó a mí, y yo le extendí el vaso, y ella tomó un sorbo de ginebra, y me preguntó en ese tono que usan las duquesas para dirigirse a su servidor favorito, si no escuché, en el tiempo que ella se ausentó, unos golpes extraños (entendí que quiso decir golpes que sólo escuchan oídos atentos), algo que caía por el pozo de aire, y golpeaba, a la altura del primer piso o, tal vez, de la planta baja, sobre una chapa de zinc que protege los motores que impulsan agua hacia un tanque que, en la azotea, sostenido por cuatro gruesos pilotes de cemento, abastece a la mitad del edificio. Retiré de las manos de Natalia el vaso de ginebra, lo vacié de un trago, y le contesté que no, que sólo imaginé, parado junto a la ventana, el ruido de la lluvia en la noche de la ciudad y sobre la calle vacía, allá, abajo, once pisos abajo. Natalia movió la cabeza —no es fácil enseñar lo que sea al servidor favorito—, y se sentó en el piso de la sala de estar, y me dijo que, después de levantarse del diván, entró a la cocina porque escuchó ruidos que no eran los de la lluvia, y que vio, por la ventana de la cocina, las caras de tres chicos —dos nenas y un varón—, asomadas al ventanuco del baño de un departamento del piso diez, y que los tres chicos, que tiraban juguetes por el ventanuco abierto del baño de un departamento del piso diez, se reían. Natalia dijo que les gritó que no tiraran los juguetes de plástico sobre la chapa que cubre los motores que impulsan agua hasta el tanque que, en la azotea, se apoya en cuatro pilotes de cemento. Natalia dijo que los chicos la miraron como si digiriesen, con lentitud, sus palabras, el tono persuasivo de sus palabras, su convicción pedagógica. Y que, cuando ella terminó de hablar, los chicos dejaron de mirarla, de prestarle atención, y volvieron a reír, y a tirar, excitados y veloces, otros juguetes de plástico por el ventanuco del baño, al pozo de aire. Natalia bajó al piso diez (Natalia, se sabe, emprende cruzadas que incomodan a los que aceptan el destino, cualquiera sea el nombre que se asigne al destino), y apretó el timbre del departamento que alquilaban los padres de los tres chicos rientes. Natalia dijo que apretó el timbre dos o tres veces, y que, cuando aún no había pensado en retirarse, se abrió la puerta del departamento, y la madre de los tres chicos rientes musitó un buenas noches lento y como espeso, y la cara de la madre de los tres chicos rientes era una cara absorta, la piel y los músculos de 185

Tomé un trago de ginebra, me senté en el sillón, levanté del suelo el libro<br />

que, dicen, Hemingway guardó en una caja de hierro, y no alcanzó a corregir o<br />

reescribir o condenar al silencio perpetuo.<br />

Natalia abrió la puerta del departamento, y la cerró, y se acercó a mí, y yo<br />

le extendí el vaso, y ella tomó un sorbo de ginebra, y me preguntó en ese tono<br />

que usan las duquesas para dirigirse a su servidor favorito, si no escuché, en el<br />

tiempo que ella se ausentó, unos golpes extraños (entendí que quiso decir golpes<br />

que sólo escuchan oídos atentos), algo que caía por el pozo de aire, y golpeaba,<br />

a la altura del primer piso o, tal vez, de la planta baja, sobre una chapa de zinc<br />

que protege los motores que impulsan agua hacia un tanque que, en la azotea,<br />

sostenido por cuatro gruesos pilotes de cemento, abastece a la mitad del<br />

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Retiré de las manos de Natalia el vaso de ginebra, lo vacié de un trago, y le<br />

contesté que no, que sólo imaginé, parado junto a la ventana, el ruido de la<br />

lluvia en la noche de la ciudad y sobre la calle vacía, allá, abajo, once pisos<br />

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Natalia movió la cabeza —no es fácil enseñar lo que sea al servidor<br />

favorito—, y se sentó en el piso de la sala de estar, y me dijo que, después de<br />

levantarse del diván, entró a la cocina porque escuchó ruidos que no eran los de<br />

la lluvia, y que vio, por la ventana de la cocina, las caras de tres chicos —dos<br />

nenas y un varón—, asomadas al ventanuco del baño de un departamento del<br />

piso diez, y que los tres chicos, que tiraban juguetes por el ventanuco abierto<br />

del baño de un departamento del piso diez, se reían.<br />

Natalia dijo que les gritó que no tiraran los juguetes de plástico sobre la<br />

chapa que cubre los motores que impulsan agua hasta el tanque que, en la<br />

azotea, se apoya en cuatro pilotes de cemento. Natalia dijo que los chicos la<br />

miraron como si digiriesen, con lentitud, sus palabras, el tono persuasivo de sus<br />

palabras, su convicción pedagógica. Y que, cuando ella terminó de hablar, los<br />

chicos dejaron de mirarla, de prestarle atención, y volvieron a reír, y a tirar,<br />

excitados y veloces, otros juguetes de plástico por el ventanuco del baño, al<br />

pozo de aire.<br />

Natalia bajó al piso diez (Natalia, se sabe, emprende cruzadas que<br />

incomodan a los que aceptan el destino, cualquiera sea el nombre que se asigne<br />

al destino), y apretó el timbre del departamento que alquilaban los padres de<br />

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Natalia dijo que apretó el timbre dos o tres veces, y que, cuando aún no<br />

había pensado en retirarse, se abrió la puerta del departamento, y la madre de<br />

los tres chicos rientes musitó un buenas noches lento y como espeso, y la cara de<br />

la madre de los tres chicos rientes era una cara absorta, la piel y los músculos de<br />

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