Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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pendenciero, catástrofes más devastadoras de las que vivían y, con licencias lingüísticas que no se escuchan, siquiera, en los festivales de rock, los puso en la calle. Las ofensas inferidas por Elbio, a quienes llegaron en peregrinación a su casa en busca de ayuda para recobrar la salud, fueron analizadas en las mesas del bar Gaona. Un arrebato de furia lo tiene cualquiera, argumentaron aquellos que insistían en llamarse amigos de Elbio. Uno de estos días aparece por aquí, y nos pide disculpas. O no dice nada, y santas pascuas. Elbio no volvió a pisar el café Gaona. Pero la tibieza de un sábado de agosto congregó, en una de sus mesas, a convalecientes y desairados. Vaciaron pocillos de café y vasos de ginebra, y fumaron. Y reflexivos, dejaron constancia de dos hechos verificables: 1) Lucrecia había dejado de cantar. Nadie, desde la mañana que Elbio —hosco y barbudo— se reincorporó a la sociedad civil, escuchó, en los labios de Lucrecia, las rimas consagradas de Mano a mano, las estrofas reverenciales de El bulín de la calle Ayacucho, o las que narran las desdichas del macho fiel a quien una hembra casquivana, seducida por las cuantiosas luces del centro, le rehúsa su amor. 2) Elbio y Lucrecia se marchaban, los domingos, a primera hora de la mañana, con rumbo desconocido. Elbio cargaba, en el coche, cantidades envidiables de achuras, tiras de asado, plantas de lechuga y apio, cebollas blancas, frutas naturales y envasadas, y botellas de vino que, por número y calidad, descartaban, para los observadores, un goce platónico del feriado. Hubo quien sugirió prácticas aberrantes en la soledad de la quinta, que Elbio compró en la zona residencial de San Isidro. Hubo quien fue más lejos. Y quien fue más lejos puntualizó que Lucrecia, para cobrarse el agravio que implicó para ella —para cualquier mujer, si vamos a hablar claro— la relación Elbio-Dani, se asignó el papel de Yocasta y, al hijo, el de Edipo. Deslumbramiento y estupor generales en la mesa del bar Gaona, ocupada por jefes de familia, sensatos y maduros, que no se privaron de imaginar que esos nombres, disparados por la erudición de uno de ellos, insinuaban depravaciones, anormalidades poco frecuentes y, también, vergonzosas. Me permití comentar que hay un socialismo —el de los cretinos— que es inmune a la corruptibilidad del hombre o a su salud. Rodolfo dijo que podía reírme de los razonamientos de quienes se decían amigos de Elbio, pero no de datos proporcionados por aquellos que apenas lo conocían. Y, luego de una pausa, Rodolfo dijo que los domingos, antes de emigrar hacia San Isidro, el matrimonio Elbio-Lucrecia se detenía a orar en la iglesia de San José de Flores. Lucrecia usaba, para esas excursiones, unos grandes anteojos negros de armazón dorado. 178

El calor era intolerable y, en un momento del intolerable crepúsculo, Elbio enmudeció. Encendimos cigarrillos y los fumamos en silencio. Los focos de los autos que pasaban por delante de la puerta del taller de Elbio encendían una luz turbia en una de las mejillas de Elbio, en las botellas de cerveza vacías, en el ventilador inexplicablemente inmóvil, en mis manos. —¿Quisiste decir que tu viejo se mató? —preguntó Elbio, poniéndose bruscamente de pie. —¿Dije eso? —Los hombres como tu viejo no tienen una segunda oportunidad —y Elbio sonrió, y una sombra le contraía la boca. —¿Querés que te cuente acerca de un tipo que no buscó una segunda oportunidad? —pregunté yo, mirándome las manos cruzadas por los brochazos lívidos que venían de la calle. —Se terminó la cerveza —dijo Elbio que sonreía, y en su sonrisa había cansancio, y desdén, y algo más. Hubo otro silencio que no vino a nosotros, ni cayó sobre nosotros. El silencio lo pusimos nosotros. Éramos, allí, y para siempre, dos extraños en un andén de ferrocarril. Salí a la noche con un descarnado y limpio esqueleto bajo el brazo, y volví a encontrar los árboles, el perfume, las piedras y las marcas de un mundo que supo robarnos la guerra para la que estábamos destinados. 179

pendenciero, catástrofes más devastadoras de las que vivían y, con licencias<br />

lingüísticas que no se escuchan, siquiera, en los festivales de rock, los puso en la<br />

calle.<br />

Las ofensas inferidas por Elbio, a quienes llegaron en peregrinación a su<br />

casa en busca de ayuda para recobrar la salud, fueron analizadas en las mesas<br />

del bar Gaona. Un arrebato de furia lo tiene cualquiera, argumentaron aquellos<br />

que insistían en llamarse amigos de Elbio. Uno de estos días aparece por aquí, y<br />

nos pide disculpas. O no dice nada, y santas pascuas.<br />

Elbio no volvió a pisar el café Gaona. Pero la tibieza de un sábado de<br />

agosto congregó, en una de sus mesas, a convalecientes y desairados. Vaciaron<br />

pocillos de café y vasos de ginebra, y fumaron. Y reflexivos, dejaron constancia<br />

de dos hechos verificables: 1) Lucrecia había dejado de cantar. Nadie, desde la<br />

mañana que Elbio —hosco y barbudo— se reincorporó a la sociedad civil,<br />

escuchó, en los labios de Lucrecia, las rimas consagradas de Mano a mano, las<br />

estrofas reverenciales de El bulín de la calle Ayacucho, o las que narran las<br />

desdichas del macho fiel a quien una hembra casquivana, seducida por las<br />

cuantiosas luces del centro, le rehúsa su amor. 2) Elbio y Lucrecia se marchaban,<br />

los domingos, a primera hora de la mañana, con rumbo desconocido. Elbio<br />

cargaba, en el coche, cantidades envidiables de achuras, tiras de asado, plantas<br />

de lechuga y apio, cebollas blancas, frutas naturales y envasadas, y botellas de<br />

vino que, por número y calidad, descartaban, para los observadores, un goce<br />

platónico del feriado.<br />

Hubo quien sugirió prácticas aberrantes en la soledad de la quinta, que<br />

Elbio compró en la zona residencial de San Isidro. Hubo quien fue más lejos.<br />

Y quien fue más lejos puntualizó que Lucrecia, para cobrarse el agravio<br />

que implicó para ella —para cualquier mujer, si vamos a hablar claro— la<br />

relación Elbio-Dani, se asignó el papel de Yocasta y, al hijo, el de Edipo.<br />

Deslumbramiento y estupor generales en la mesa del bar Gaona, ocupada por<br />

jefes de familia, sensatos y maduros, que no se privaron de imaginar que esos<br />

nombres, disparados por la erudición de uno de ellos, insinuaban<br />

depravaciones, anormalidades poco frecuentes y, también, vergonzosas.<br />

Me permití comentar que hay un socialismo —el de los cretinos— que es<br />

inmune a la corruptibilidad del hombre o a su salud.<br />

Rodolfo dijo que podía reírme de los razonamientos de quienes se decían<br />

amigos de Elbio, pero no de datos proporcionados por aquellos que apenas lo<br />

conocían. Y, luego de una pausa, Rodolfo dijo que los domingos, antes de<br />

emigrar hacia San Isidro, el matrimonio Elbio-Lucrecia se detenía a orar en la<br />

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grandes anteojos negros de armazón dorado.<br />

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