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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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—Sentate —dijo—. La cerveza, ¿te gusta?<br />

—Me gusta.<br />

Elbio sonrió, y se limpió, con el dorso de la mano, la espuma de la cerveza<br />

que le blanqueaba los labios. Y quizá habló, esa noche, de compra y venta de<br />

coches y repuestos. Y de coimas y sobornos fáciles. De aduaneros de mirada<br />

corta y bolsillo abierto. De un mercado ávido de chiches lujosos. Vino a<br />

decirme, creo, que aprovechó una oportunidad que no se repetiría, a la que<br />

aportó su competencia manual, su sangre fría y su intrepidez. Miré su boca que<br />

sonreía —y ya no importó si lo escuché hablar o no, esa noche—, y esa sonrisa<br />

le agrietó la cara. No fue bueno mirarle la cara, esa noche, y los ojos que tasaban<br />

lo que veían, y la barba de dos o tres días en la cara, y esa sombra que bajaba<br />

sobre sus labios. Pero la cerveza ayudó.<br />

Después, eso se sabe, Elbio compró departamentos, y los alquiló; compró<br />

una quinta para los fines de semana; compró un Mercedes Benz; compró un<br />

terreno —un poco más de un cuarto de manzana— y levantó una casa de dos<br />

pisos con demasiados mármoles y demasiados balcones, y encerró, en ella, a<br />

Lucrecia.<br />

Y Lucrecia no aceptó que Elbio empleara una mujer para la limpieza de la<br />

casa. Cuando Elbio llegaba a la casa —nueve o nueve y media de la noche—, la<br />

casa relucía como un cuartel minutos antes de la visita del presidente de la<br />

República.<br />

Lucrecia dio a luz un chico, y el médico que atendió el parto les dijo, a<br />

Elbio y a Lucrecia, que si intentaban tener otro, la señora se expondría a riesgos<br />

innecesarios. Cuando el chico cumplió dos años, adoptaron una nena. Fue lo<br />

que nos aconsejaron los pediatras, dijo Elbio, el vaso de cerveza, vacío, en una<br />

mano grande, poderosa y, todavía, temible. Y la sombra que cubría su boca se<br />

desvaneció, y lo que sea que esa sombra era, se refugió en sus ojos, como si esa<br />

sombra se resistiese a ser incluida en un prontuario doméstico y, tal vez,<br />

previsible.<br />

La nena —Rodolfo me anticipó que lo que yo pudiese escuchar acerca de<br />

la nena provenía de sus observaciones personales— dio pruebas, al cumplir los<br />

trece años, de una precocidad que alarmó a Lucrecia. A Lucrecia, comentó,<br />

parco, Rodolfo. Y, enseguida, agregó que Lucrecia dispuso que la muchacha se<br />

sometiera a incesantes y variados ejercicios espirituales, en los que el Bien debía<br />

resplandecer como una deidad inaccesible. Escenario: el cuarto de la muchacha.<br />

Hay quienes aseguran, dijo mi primo, que la muchacha escapó de su<br />

pieza, una tarde, en un descuido de Lucrecia, y corrió hasta la heladería de<br />

avenida San Martín y Linneo, abierta los trescientos sesenta y cinco días del<br />

año, donde se habría encontrado con un empleado de ferretería, cobarde y<br />

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