Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
antiguo barrio de Flores —venerados por sonetistas prudentes—, le importaban<br />
un pito, para usar una expresión frecuentada por la lengua de los porteños.<br />
Pero esas verdosas marcas de expiación católica en las carnes prietas de<br />
Lucrecia le cortaban el habla, no las insinuaciones de la fantasía.<br />
De allí, del antiguo San José de Flores salió, entonces, Lucrecia. Y se le dio<br />
por visitar a una hermana de su madre, una mujer flaca y callada que vivía en<br />
una casa de patio con galería, parra e higuera, en la esquina de Artigas y<br />
Vírgenes. Alta sobre sus sandalias de taco largo y fino, llegaba Lucrecia a la casa<br />
de la tía. El pelo negro y lacio le caía, lustroso, perfumado, sobre los hombros.<br />
El vestido parecía haber nacido para ella: estaba allí, pegado a la piel de<br />
Lucrecia, y mostraba lo que Lucrecia deseaba mostrar. Y no había nada que<br />
Lucrecia y su vestido ocultasen, salvo las naturales cavidades húmedas y<br />
cálidas que, junto al continente de la mujer, desasosegaban a quienes se<br />
prometían domar esa anatomía que cuestionaba los más feroces desplantes de<br />
la hombría e incitaba al canibalismo.<br />
No me extrañó, sin embargo, que Lucrecia accediese, dócilmente, a casarse<br />
con Elbio. Una noche, Elbio me pidió que lo acompañara a la casa de la tía de<br />
Lucrecia. (Elbio me había escuchado una efusiva interpretación del momento<br />
político, no sé si nacional o internacional, o la suma de ambos. Me escuchó,<br />
Elbio, no con la pasión del neófito, sino con una atención cordial y descreída.<br />
Me callé, al rato, fatigado. Yo era, todavía, demasiado tierno; me cansaba,<br />
todavía, demasiado rápido. Pero aprendería. Y la cátedra del silencio sería mía.)<br />
Lo acompañé. Elbio respetó mis numerosos cansancios, y me ofreció sus<br />
cigarrillos. Doblamos la esquina del almacén: como en las mejores y peores<br />
películas de Hollywood, dos tipos manoteaban las resbaladizas, tentadoras<br />
curvas y lisuras de Lucrecia, arrinconada contra el muro pedregoso de un<br />
colegio privado. Esperá, dijo Elbio. Llegó hasta el grupo y, sin cambiar el tranco,<br />
deshizo a cachetazos a los dos tipos. Elbio tomó a Lucrecia de un codo y,<br />
cuando pasó a mi lado, dijo nos vemos.<br />
Tardamos veinticinco años en vernos. Tampoco me extrañó que Elbio se<br />
enriqueciera. Si la democracia es una suma de estadísticas; si la Argentina es,<br />
para muchos, un modelo de movilidad social, y cada medio siglo sus dueños la<br />
depuran de apátridas confesos, todo es como debe ser.<br />
—¿Sigo con el mate? —preguntó Elbio.<br />
—Por mí, no.<br />
—Voy a buscar cerveza —dijo Elbio.<br />
Yo tenía la camisa empapada de sudor; caminé unos pasos. La oficina<br />
estaba a oscuras: encendí la luz. Elbio volvió con dos botellas de cerveza y unos<br />
vasos de papel.<br />
173