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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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ancherío provinciano, cerró los ojos y gritó cuando el viejo, hambriento y<br />

torpe, entró en ella. El anciano se irguió sobre la muchacha, en su cama de<br />

macho y criollo, y miró, frío, su miembro que goteaba, y las tetas de la<br />

contratada para todo servicio, y le manoseó las tetas como si con ese manoseo,<br />

desprovisto de crueldad y de frenesí, agotase las exigencias de su cuerpo.<br />

Luego, enmudeció a la muchacha golpeándole la boca, duros los dedos de las<br />

manos que supieron de lances más riesgosos que ése.<br />

La familia se cuidó de condenar, en voz alta, el arrebato del patriarca; en<br />

cambio, gestionó que la muchacha contratada para todo servicio fuese alojada<br />

en un burdel del arrabal porteño, y que a la niña que parió la muchacha<br />

contratada para todo servicio, inscripta en las actas de bautizo con el nombre de<br />

Lucrecia y el incierto apellido de la madre, la criase una tía pobre y jubilada.<br />

Eso ocurrió cuando la niña abandonó los pañales y se sostuvo, sin ayuda, sobre<br />

sus piernas.<br />

A los doce años, Lucrecia servía en la casa de la viuda de un apellido<br />

conspicuo. La viuda carecía de fortuna; subsistía merced a una módica pensión<br />

que le entregó, a fines de diciembre de 1930, el general José Félix Uriburu en<br />

persona. (Quien fue marido de la viuda alcanzó a distribuir escarapelas patrias<br />

entre los participantes de la jubilosa parada que derrocó al presidente Hipólito<br />

Yrigoyen. Quien fue marido de la viuda contribuyó, con repentinos sustantivos,<br />

a la exaltada escritura del credo argentino del general Uriburu. Pero ni él ni<br />

nadie supo que el general Uriburu iba a morir, y ni siquiera en París. Y que<br />

antes, solo, sin amigos, víctima de la enfermedad y de sus admiraciones por las<br />

marcialidades mussolinianas, abandonaría el poder. Quien fue marido de la<br />

viuda murió, a su vez en brazos de una amante fortuita, en la casa de la amante<br />

fortuita, cuando la amante fortuita le dijo, desnuda, cálida, familiar, por cinco<br />

dólares, m’hijito, te hago lo que quiero. Por diez dólares, hacéme lo que vos quieras.)<br />

La tía pobre y jubilada —una dama, claro— era devota de algunos santos<br />

y, naturalmente, del rezo y la contrición. Se pasaba las horas en su dormitorio,<br />

una pieza de techo alto y muebles trabajados para una eternidad, entregada a la<br />

ingrata tarea de enseñarle a Lucrecia, una niña nacida en y marcada por el<br />

pecado, que los apetitos de la carne se reprimen con el ayuno y la mortificación<br />

del cuerpo. Por lo que Lucrecia recibía un considerable número de chancletazos<br />

en el trasero, o, en voz alta, rezaba, horas y horas, de rodillas en las espejeantes<br />

baldosas del dormitorio de la tía pobre, viuda, jubilada y cristiana, en alabanza<br />

de la abstinencia que purifica las almas y, también, de los escalofríos que la<br />

recorrían cuando el brazo seco de la tía viuda y cristiana dejaba caer en su culo<br />

que crecía, virgen y pétreo, la suela de la chancleta.<br />

Elbio ganaba su salario en Klöckner: los símbolos que enorgullecían al<br />

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