Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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yo que hiciese él, que desde los doce años se movía entre tornos, matrices, grasa, capataces y alcahuetes? Elbio me cebó un mate, y dijo: —Lo de tu viejo, ¿te jodió? Supuse que Elbio me preguntaba por el costo del duelo, si es que hubo duelo y hubo costo. Me extravié, recuerdo, en un balbuceo tenaz; después moví los hombros; después me callé. Las cenizas de Reedson habían sido dispersadas en el agua, en el viento y en la tierra, y yo dedicaba mis fines de semana a morosas lecturas que olvidaba al momento de abandonarlas. Elbio se acordó de esas tardes de sábado, cuando el equipo de fútbol del barrio se trasladaba —ruidoso y desafiante— a unas canchas de tierra pelada y dura, en Villa Devoto, para enfrentar a adversarios vecinales. Esos encuentros se disputaban con una exasperación que no volvería a reconocer, siquiera, en los partidos de primera división. Reedson seguía esos juegos sabatinos con una curiosa atención. Y, bajo su gorra de obrero europeo, una paciente sonrisa le cambiaba la cara. Gozaba del espectáculo, de la pasión que exudaban los veintidós jugadores, de la astucia de alguna gambeta, de alguna picardía que llevaba risa a las bocas jadeantes y sedientas de defensores y delanteros y público. —Sí —dije yo—, esos partidos lo alegraban. —Difícil de entender, en un tipo como él, que esos partidos de mierda le gustaran. —No —dije yo. —¿No? —No. —¿Cambio la yerba? —Dejá: todavía aguanta. —Sí... ¿Te contaron? —¿Qué tenían que contarme? —Lo mío. —Algo. Elbio esperó que le confirmara sus presunciones: quienes proclamaban, en público, que estaban unidos a él por una amistad que se remontaba a la adolescencia, y más atrás aún, se entretenían, durante prolongadas tertulias de café, en repasarle las vísceras. Los iniciados tiraban a Elbio sobre un pedazo de mármol, y gordos, calvos, las canas manchándoles el pelo engominado y los bigotes, intercambiaban guiños, pronósticos, sobreentendidos; rememoraban, los compinches, las osadías cometidas en lo que se obstinaban en llamar, resignados y filantrópicos, tiempos mejores. 170

Elbio miró mi sonrisa, abrió la canilla, llenó la pava con agua, enchufó el calentador, cambió la yerba del mate, y volvió a sentarse. —Me casé con la Lucre. Y soy un tipo que se enriqueció, y que tiene más plata de la que puede gastar —dijo Elbio, inclinándose hacia adelante, como agobiado, los brazos entre las piernas, mirándome. Insinuó, imaginé, que esos dos episodios —casarse con Lucrecia y convocar a una fortuna no expuesta a los azares de la economía de mercado—, se alimentaban recíprocamente: uno no sería posible sin el otro. Quizá su dicción fría, precisa, que se sostuvo, inalterable, durante las horas que estuvimos juntos, no fue más que la traducción de un texto que relaciona los dispersos componentes de una ecuación, la identidad de una fórmula accesible a unos pocos. No lo sé, aún hoy. Elbio dijo que se enriqueció, que es un tipo que tiene más plata de la que puede gastar. Y eso, enriquecerse, no es difícil en este país si los abuelos o los bisabuelos o los padres de los bisabuelos compraron tierras y vacas y ovejas en la esperanza de que sus descendientes enseñaran a una población incrédula y aguarangada, gustosa de la siesta, los beneficios de una vida sobria y de la propiedad privada ejercida sin menoscabo de la necesaria caridad y del más austero de los patriotismos. Elbio fue de los que aprendieron. Y sí, yo la conocía a Lucrecia. Como todos los que, con menos de veinticinco años, frecuentábamos el bar Gaona, o una casa de putas en Villa Crespo. Lucrecia salió del viejo Flores, un barrio de jardines descuidados y abundantes, vastos caserones en los que no entraba el sol, poblados por familias que exhiben, en sus genealogías, a guerreros de la Independencia o del arrasamiento del Paraguay. Se decía que Lucrecia era hija de un caudillo cuyo indisputable prestigio se fundó, tempranamente, en su excepcional habilidad en el manejo del revólver, y la generosidad de su bolsillo. Después, entre 1930 y la finalización de la segunda guerra mundial, una ciudad que crecía, desaforada e impertinente, y los gringos que se esparcieron por ella, propietarios de ínfimos boliches, y que doctoraban a sus hijos en la Universidad, lo acobardaron, lo empujaron a la decrepitud y a una penosa vejez. Un verano, como todos los veranos que precedieron a ése, hijos y nietos del caudillo, leídos y acomodados por el partido gobernante en lucrativas burocracias del Estado, disfrutaron sus vacaciones en Mar del Plata. Una tarde o una noche de ese verano que, en Flores, olía a sombra y tierra regada, el hombre que construyó su fama con gruesos fajos de billetes y coraje tumbó, sobre su cama de macho y criollo, a la muchacha contratada para todo servicio, y la muchacha, contratada para todo servicio en un miserable 171

Elbio miró mi sonrisa, abrió la canilla, llenó la pava con agua, enchufó el<br />

calentador, cambió la yerba del mate, y volvió a sentarse.<br />

—Me casé con la Lucre. Y soy un tipo que se enriqueció, y que tiene más<br />

plata de la que puede gastar —dijo Elbio, inclinándose hacia adelante, como<br />

agobiado, los brazos entre las piernas, mirándome.<br />

Insinuó, imaginé, que esos dos episodios —casarse con Lucrecia y<br />

convocar a una fortuna no expuesta a los azares de la economía de mercado—,<br />

se alimentaban recíprocamente: uno no sería posible sin el otro. Quizá su<br />

dicción fría, precisa, que se sostuvo, inalterable, durante las horas que<br />

estuvimos juntos, no fue más que la traducción de un texto que relaciona los<br />

dispersos componentes de una ecuación, la identidad de una fórmula accesible<br />

a unos pocos. No lo sé, aún hoy.<br />

Elbio dijo que se enriqueció, que es un tipo que tiene más plata de la que<br />

puede gastar. Y eso, enriquecerse, no es difícil en este país si los abuelos o los<br />

bisabuelos o los padres de los bisabuelos compraron tierras y vacas y ovejas en<br />

la esperanza de que sus descendientes enseñaran a una población incrédula y<br />

aguarangada, gustosa de la siesta, los beneficios de una vida sobria y de la<br />

propiedad privada ejercida sin menoscabo de la necesaria caridad y del más<br />

austero de los patriotismos. Elbio fue de los que aprendieron.<br />

Y sí, yo la conocía a Lucrecia. Como todos los que, con menos de<br />

veinticinco años, frecuentábamos el bar Gaona, o una casa de putas en Villa<br />

Crespo. Lucrecia salió del viejo Flores, un barrio de jardines descuidados y<br />

abundantes, vastos caserones en los que no entraba el sol, poblados por familias<br />

que exhiben, en sus genealogías, a guerreros de la Independencia o del<br />

arrasamiento del Paraguay.<br />

Se decía que Lucrecia era hija de un caudillo cuyo indisputable prestigio se<br />

fundó, tempranamente, en su excepcional habilidad en el manejo del revólver, y<br />

la generosidad de su bolsillo. Después, entre 1930 y la finalización de la<br />

segunda guerra mundial, una ciudad que crecía, desaforada e impertinente, y<br />

los gringos que se esparcieron por ella, propietarios de ínfimos boliches, y que<br />

doctoraban a sus hijos en la Universidad, lo acobardaron, lo empujaron a la<br />

decrepitud y a una penosa vejez.<br />

Un verano, como todos los veranos que precedieron a ése, hijos y nietos<br />

del caudillo, leídos y acomodados por el partido gobernante en lucrativas<br />

burocracias del Estado, disfrutaron sus vacaciones en Mar del Plata.<br />

Una tarde o una noche de ese verano que, en Flores, olía a sombra y tierra<br />

regada, el hombre que construyó su fama con gruesos fajos de billetes y coraje<br />

tumbó, sobre su cama de macho y criollo, a la muchacha contratada para todo<br />

servicio, y la muchacha, contratada para todo servicio en un miserable<br />

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